Questões de Espanhol para Concurso

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Q864092 Espanhol
El enunciado “Ya no puede hacerse nada con ellos si no es trascenderlos” (ℓ.6-7) puede ser correctamente reescrito como
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Q864091 Espanhol
El vocablo “envilecen” (ℓ.2) puede ser reemplazado, sin provocar alteraciones semánticas en el texto, por
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Q864090 Espanhol
El texto aboga por
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Q864089 Espanhol
Según el texto, Chick Corea
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Q864088 Espanhol
La expresión “no menos de” (ℓ.30) significa
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Q864087 Espanhol
Es correcto inferir que el texto fue escrito
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Q864086 Espanhol
El vocablo “anoche” (ℓ.19) significa
Alternativas
Q864085 Espanhol
Si en la línea 19 permutamos la forma verbal “llegaron” por llegaban, se produce una alteración
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Q864084 Espanhol
El texto tiene como función central
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Q864083 Espanhol
La escena descrita en el primer párrafo del texto tiene lugar
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Q864082 Espanhol
Si tenemos en cuenta su contexto particular de uso en el texto, el vocablo “apostilla” (ℓ.15) puede ser sustituido, sin producir alteraciones semánticas en el texto, por
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Q864081 Espanhol
El elemento “se” (ℓ.17) en “que se lo digan a los miembros”
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Q864080 Espanhol
En “lo hace imposible” (ℓ.9), el elemento “lo” se refiere
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Q864079 Espanhol
La expresión “han terminado por reconocerles” (ℓ.8) puede ser reemplazada, sin producir alteraciones semánticas en el texto, por
Alternativas
Q864078 Espanhol
El vocablo “ajetreo” (ℓ.2) significa
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Q864077 Espanhol
En “La escena tiene lugar a las puertas de un conocido hotel” (ℓ.1), el elemento “a” expresa
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Q864076 Espanhol

                            La bahía (fragmento)


      Yo casi no tuve infancia metropolitana.

      Vi la primera luz de mi tierra en una bahía argentina del Atlántico. A los pocos días me estaría meciendo, como un jugueteo torvo de quién sabe qué paternidad tutelar, el sordo y constante ruido de las dunas — cada segundo desplazadas —, el clima versátil del país, el viento animal. Mi padre era un cirujano de hospital; mi madre una mujer suave, sal de la tierra en su bondad tranquila. Los dos laboriosos y tan honestos de naturaleza que en ellos vi salvarse siempre algo del general naufragio humano.

      Mi primer amigo fue el viento que venía del océano. Éste, imaginativamente, era, para mis sustos, lobo; para mi deleite, perro. En mitad de las noches de invierno, el viento entraba en las vigilias de mi madre y velaba junto a ella, rugiente, mientras mi padre operaba solitario en chalets y despoblados, trabajando en la carne triste. Su mano enérgica no recogía prebenda; si había qué cobrar, tomaba; si había que dar, daba; a los doce años comencé a saber lo que significaba aquel afluir de gente pobre a su consultorio; venían a mirarlo en silencio y a confiarse a él; a veces traían unas aves, otras no traían nada, sino ese confiar penoso, esa entrega llena de triste esperanza. En aquella casa donde se había dicho adiós al oro, las puertas estaban abiertas durante el día y los que no venían a buscar cura venían a buscar consejo.

      El árido tiempo del sur apretaba en su garra la bahía. Durante jornadas y jornadas, sólo se escuchaba en la ciudad el ruido del fuerte viento y el rumor de las dunas al desplazar las arenas. Sólo un operoso trabajo podía distraer a los hombres de persistentes acrimonias en la fría ciudad atlántica. Era terriblemente difícil vivir en aquel clima rígido y sin consolación.

      Ni una pradera en torno a la ciudad; ni colores, ni sol, durante días y días, sino la piedra gris, el viento gris, la arena gris; la atmósfera hosca, las tardes interminables, las noches repentinas y profundas. A veces una lluvia fina, luego otra vez el viento, la niebla, el polvo que castigaba furiosamente los ojos viniendo de los médanos. En el nocturno carruaje regresaba mi padre de ver sus enfermos. El calor de las estufas y la luz de las lámparas nos guardaban a la familia toda en su calor, mientras fuera soplaba la tormenta.

      Mis padres y mi hermano leían; yo levantaba de pronto una cortina, pegaba mi nariz al vidrio, miraba la noche exterior. Todo me parecía poblado de monstruos imaginarios. Y cuando alguien reía en aquella casa, parecía responder desde afuera un eco cínico. ¡No era, no, la vida suave para este médico de provincia! Estábamos en pleno desierto. No se podía habitar allí sin sacrificio; toda cosa viva pertenecía, en aquellas latitudes, al páramo, al viento, a la arena.

Eduardo Mallea. Historia de una pasión argentina. Buenos Aires: Editorial Kapelusz, S.A., 1962, p. 141-2. (con adaptaciones).

De acuerdo con su forma y contenido se puede clasificar el texto como
Alternativas
Q864075 Espanhol

                            La bahía (fragmento)


      Yo casi no tuve infancia metropolitana.

      Vi la primera luz de mi tierra en una bahía argentina del Atlántico. A los pocos días me estaría meciendo, como un jugueteo torvo de quién sabe qué paternidad tutelar, el sordo y constante ruido de las dunas — cada segundo desplazadas —, el clima versátil del país, el viento animal. Mi padre era un cirujano de hospital; mi madre una mujer suave, sal de la tierra en su bondad tranquila. Los dos laboriosos y tan honestos de naturaleza que en ellos vi salvarse siempre algo del general naufragio humano.

      Mi primer amigo fue el viento que venía del océano. Éste, imaginativamente, era, para mis sustos, lobo; para mi deleite, perro. En mitad de las noches de invierno, el viento entraba en las vigilias de mi madre y velaba junto a ella, rugiente, mientras mi padre operaba solitario en chalets y despoblados, trabajando en la carne triste. Su mano enérgica no recogía prebenda; si había qué cobrar, tomaba; si había que dar, daba; a los doce años comencé a saber lo que significaba aquel afluir de gente pobre a su consultorio; venían a mirarlo en silencio y a confiarse a él; a veces traían unas aves, otras no traían nada, sino ese confiar penoso, esa entrega llena de triste esperanza. En aquella casa donde se había dicho adiós al oro, las puertas estaban abiertas durante el día y los que no venían a buscar cura venían a buscar consejo.

      El árido tiempo del sur apretaba en su garra la bahía. Durante jornadas y jornadas, sólo se escuchaba en la ciudad el ruido del fuerte viento y el rumor de las dunas al desplazar las arenas. Sólo un operoso trabajo podía distraer a los hombres de persistentes acrimonias en la fría ciudad atlántica. Era terriblemente difícil vivir en aquel clima rígido y sin consolación.

      Ni una pradera en torno a la ciudad; ni colores, ni sol, durante días y días, sino la piedra gris, el viento gris, la arena gris; la atmósfera hosca, las tardes interminables, las noches repentinas y profundas. A veces una lluvia fina, luego otra vez el viento, la niebla, el polvo que castigaba furiosamente los ojos viniendo de los médanos. En el nocturno carruaje regresaba mi padre de ver sus enfermos. El calor de las estufas y la luz de las lámparas nos guardaban a la familia toda en su calor, mientras fuera soplaba la tormenta.

      Mis padres y mi hermano leían; yo levantaba de pronto una cortina, pegaba mi nariz al vidrio, miraba la noche exterior. Todo me parecía poblado de monstruos imaginarios. Y cuando alguien reía en aquella casa, parecía responder desde afuera un eco cínico. ¡No era, no, la vida suave para este médico de provincia! Estábamos en pleno desierto. No se podía habitar allí sin sacrificio; toda cosa viva pertenecía, en aquellas latitudes, al páramo, al viento, a la arena.

Eduardo Mallea. Historia de una pasión argentina. Buenos Aires: Editorial Kapelusz, S.A., 1962, p. 141-2. (con adaptaciones).

El texto refleja una imagen
Alternativas
Q864074 Espanhol

                            La bahía (fragmento)


      Yo casi no tuve infancia metropolitana.

      Vi la primera luz de mi tierra en una bahía argentina del Atlántico. A los pocos días me estaría meciendo, como un jugueteo torvo de quién sabe qué paternidad tutelar, el sordo y constante ruido de las dunas — cada segundo desplazadas —, el clima versátil del país, el viento animal. Mi padre era un cirujano de hospital; mi madre una mujer suave, sal de la tierra en su bondad tranquila. Los dos laboriosos y tan honestos de naturaleza que en ellos vi salvarse siempre algo del general naufragio humano.

      Mi primer amigo fue el viento que venía del océano. Éste, imaginativamente, era, para mis sustos, lobo; para mi deleite, perro. En mitad de las noches de invierno, el viento entraba en las vigilias de mi madre y velaba junto a ella, rugiente, mientras mi padre operaba solitario en chalets y despoblados, trabajando en la carne triste. Su mano enérgica no recogía prebenda; si había qué cobrar, tomaba; si había que dar, daba; a los doce años comencé a saber lo que significaba aquel afluir de gente pobre a su consultorio; venían a mirarlo en silencio y a confiarse a él; a veces traían unas aves, otras no traían nada, sino ese confiar penoso, esa entrega llena de triste esperanza. En aquella casa donde se había dicho adiós al oro, las puertas estaban abiertas durante el día y los que no venían a buscar cura venían a buscar consejo.

      El árido tiempo del sur apretaba en su garra la bahía. Durante jornadas y jornadas, sólo se escuchaba en la ciudad el ruido del fuerte viento y el rumor de las dunas al desplazar las arenas. Sólo un operoso trabajo podía distraer a los hombres de persistentes acrimonias en la fría ciudad atlántica. Era terriblemente difícil vivir en aquel clima rígido y sin consolación.

      Ni una pradera en torno a la ciudad; ni colores, ni sol, durante días y días, sino la piedra gris, el viento gris, la arena gris; la atmósfera hosca, las tardes interminables, las noches repentinas y profundas. A veces una lluvia fina, luego otra vez el viento, la niebla, el polvo que castigaba furiosamente los ojos viniendo de los médanos. En el nocturno carruaje regresaba mi padre de ver sus enfermos. El calor de las estufas y la luz de las lámparas nos guardaban a la familia toda en su calor, mientras fuera soplaba la tormenta.

      Mis padres y mi hermano leían; yo levantaba de pronto una cortina, pegaba mi nariz al vidrio, miraba la noche exterior. Todo me parecía poblado de monstruos imaginarios. Y cuando alguien reía en aquella casa, parecía responder desde afuera un eco cínico. ¡No era, no, la vida suave para este médico de provincia! Estábamos en pleno desierto. No se podía habitar allí sin sacrificio; toda cosa viva pertenecía, en aquellas latitudes, al páramo, al viento, a la arena.

Eduardo Mallea. Historia de una pasión argentina. Buenos Aires: Editorial Kapelusz, S.A., 1962, p. 141-2. (con adaptaciones).

El lenguaje del texto se puede clasificar como
Alternativas
Q864073 Espanhol

                            La bahía (fragmento)


      Yo casi no tuve infancia metropolitana.

      Vi la primera luz de mi tierra en una bahía argentina del Atlántico. A los pocos días me estaría meciendo, como un jugueteo torvo de quién sabe qué paternidad tutelar, el sordo y constante ruido de las dunas — cada segundo desplazadas —, el clima versátil del país, el viento animal. Mi padre era un cirujano de hospital; mi madre una mujer suave, sal de la tierra en su bondad tranquila. Los dos laboriosos y tan honestos de naturaleza que en ellos vi salvarse siempre algo del general naufragio humano.

      Mi primer amigo fue el viento que venía del océano. Éste, imaginativamente, era, para mis sustos, lobo; para mi deleite, perro. En mitad de las noches de invierno, el viento entraba en las vigilias de mi madre y velaba junto a ella, rugiente, mientras mi padre operaba solitario en chalets y despoblados, trabajando en la carne triste. Su mano enérgica no recogía prebenda; si había qué cobrar, tomaba; si había que dar, daba; a los doce años comencé a saber lo que significaba aquel afluir de gente pobre a su consultorio; venían a mirarlo en silencio y a confiarse a él; a veces traían unas aves, otras no traían nada, sino ese confiar penoso, esa entrega llena de triste esperanza. En aquella casa donde se había dicho adiós al oro, las puertas estaban abiertas durante el día y los que no venían a buscar cura venían a buscar consejo.

      El árido tiempo del sur apretaba en su garra la bahía. Durante jornadas y jornadas, sólo se escuchaba en la ciudad el ruido del fuerte viento y el rumor de las dunas al desplazar las arenas. Sólo un operoso trabajo podía distraer a los hombres de persistentes acrimonias en la fría ciudad atlántica. Era terriblemente difícil vivir en aquel clima rígido y sin consolación.

      Ni una pradera en torno a la ciudad; ni colores, ni sol, durante días y días, sino la piedra gris, el viento gris, la arena gris; la atmósfera hosca, las tardes interminables, las noches repentinas y profundas. A veces una lluvia fina, luego otra vez el viento, la niebla, el polvo que castigaba furiosamente los ojos viniendo de los médanos. En el nocturno carruaje regresaba mi padre de ver sus enfermos. El calor de las estufas y la luz de las lámparas nos guardaban a la familia toda en su calor, mientras fuera soplaba la tormenta.

      Mis padres y mi hermano leían; yo levantaba de pronto una cortina, pegaba mi nariz al vidrio, miraba la noche exterior. Todo me parecía poblado de monstruos imaginarios. Y cuando alguien reía en aquella casa, parecía responder desde afuera un eco cínico. ¡No era, no, la vida suave para este médico de provincia! Estábamos en pleno desierto. No se podía habitar allí sin sacrificio; toda cosa viva pertenecía, en aquellas latitudes, al páramo, al viento, a la arena.

Eduardo Mallea. Historia de una pasión argentina. Buenos Aires: Editorial Kapelusz, S.A., 1962, p. 141-2. (con adaptaciones).

El autor habla, según la interpretación del texto
Alternativas
Respostas
1521: C
1522: B
1523: C
1524: D
1525: C
1526: B
1527: B
1528: E
1529: A
1530: A
1531: A
1532: C
1533: D
1534: B
1535: D
1536: A
1537: E
1538: B
1539: D
1540: E