Se define como dieta rápida la que priva de elementos
nutritivos (y por tanto de calorías) a quien la consume,
permitiendo que pueda bajar momentáneamente de peso.
En otras palabras, es como matarse de hambre por algunos
días engañando al estómago con sólo algún tipo de alimento
sin valor nutricional. En el mejor de los casos estas dietas
constituyen una “solución” al sobrepeso. Casi siempre
constituyen un intento desesperado de remediar un problema
que tiene su raíz en la falta de control en la alimentación y en
no hacer ejercicios de forma habitual. Su consecuencia más
frecuente es el pronto efecto de rebote.
Debido a que prohíben el uso de grupos enteros de
alimentos — como hidratos de carbono o grasas — y solo
permiten el consumo de algunos tipos de alimentos, pueden
alterar el equilibrio nutricional de los usuarios. Conscientes de
eso, sus propulsores a menudo recomiendan “suplementar”
las dietas con preparados multivitamínicos. El problema es
que las vitaminas A, D, E y K, por ejemplo, no se absorben
sin la ingesta simultánea de elementos como las grasas,
por lo que las personas que realizan este tipo de dietas
radicales pueden presentar deficiencias temporales de esas
vitaminas. Por otro lado, las personas con diabetes pueden
presentar serios problemas de sangre por el aumento del
nivel de azúcar al tomar la misma cantidad de medicina, pero
con menor cantidad de alimentos. Como se ha constatado
en diversos países, las dietas rápidas refuerzan los malos
hábitos alimenticios. Es como si un fumador creyera que
el tomar un jugo de frutas “le va a limpiar el cuerpo” de los
químicos del tabaco.
(https://www.aarp.org/espanol/salud/expertos/elmer-huerta. Adaptado)