Texto III 1. Rosendo Maqui y la comunidad 1 ¡Desgracia! Una ...
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Texto III
1. Rosendo Maqui y la comunidad 1 ¡Desgracia! Una culebra ágil y oscura cruzó el camino, dejando en el fino polvo removido por los viandantes la canaleta leve de 4 su huella. Pasó muy rápidamente, como una negra flecha disparada por la fatalidad, sin dar tiempo para que el indio Rosendo Maqui empleara su machete. Cuando la hoja de acero 7 fulguró en el aire, ya el largo y bruñido cuerpo de la serpiente ondulaba perdiéndose entre los arbustos de la vera. ¡Desgracia! 10 Rosendo guardó el machete en la vaina de cuero sujeta a un delgado cincho que negreaba sobre la coloreada faja de lana y se quedó, de pronto, sin saber qué hacer. Quiso 13 al fin proseguir su camino, pero los pies le pesaban. Se había asustado, pues. Entonces se fijó en que los arbustos formaban un matorral donde bien podía estar la culebra. Era necesario 16 terminar con la alimaña y su siniestra agorería. Es la forma de conjurar el presunto daño en los casos de la sierpe y el búho. Después de quitarse el poncho para maniobrar con más 19 desenvoltura en medio de las ramas, y las ojotas para no hacer bulla, dio un táctico rodeo y penetró blandamente, machete en mano, entre los arbustos. Si alguno de los comuneros lo 22 hubiera visto en esa hora, en mangas de camisa y husmeando con un aire de can inquieto, quizá habría dicho: «¿Qué hace ahí el anciano alcalde? No será que le falta el buen sentido». Los 25 arbustos eran úñicos de tallos retorcidos y hojas lustrosas, rodeando las cuales se arracimaban —había llegado el tiempo— unas moras lilas. A Rosendo Maqui le placían, pero 28 esa vez no intentó probarlas siquiera. Sus ojos de animal en acecho, brillantes de fiereza y deseo, recorrían todos los vericuetos alumbrando las secretas zonas en donde la hormiga 31 cercena y transporta su brizna, el moscardón ronronea su amor, germina la semilla que cayó en el fruto rendido de madurez o del vientre de un pájaro, y el gorgojo labra inacabablemente su 34 perfecto túnel. Nada había fuera de esa existencia escondida. De súbito, un gorrión echó a volar y Rosendo vio el nido, acomodado de un horcón, donde dos polluelos mostraban sus 37 picos triangulares y su desnudez friolenta. El reptil debía estar por allí, rondando en torno a esas inermes vidas. El gorrión fugitivo volvió con su pareja y ambos piaban saltando de rama 40 en rama, lo más cerca del nido que les permitía su miedo al hombre. Éste hurgó con renovado celo, pero, en definitiva, no pudo encontrar a la aviesa serpiente. Salió del matorral y 43 después de guardarse de nuevo el machete, se colocó las prendas momentáneamente abandonadas —los vivos colores del poncho solían, otras veces, ponerlo contento— y continuó 46 la marcha. ¡Desgracia! Tenía la boca seca, las sienes ardientes y se sentía 49 cansado. Esa búsqueda no era tarea de fatigar y considerándolo tuvo miedo. Su corazón era el pesado, acaso. Él presentía, sabía y estaba agobiado de angustia. Encontró a poco un 52 muriente arroyo que arrastraba una diáfana agüita silenciosa y, ahuecando la falda de su sombrero de junco, recogió la suficiente para hartarse a largos tragos. El frescor lo reanimó 55 y reanudó su viaje con alivianado paso. Bien mirado —se decía—, la culebra oteó desde un punto elevado de la ladera el nido de gorriones y entonces bajó con la intención de 58 comérselos. Dio la casualidad de que él pasara por el camino en el momento en que ella lo cruzaba. Nada más. O quizá, previendo el encuentro, la muy ladina dijo: «Aprovecharé para 61 asustar a ese cristiano». Pero es verdad también que la condición del hombre es esperanzarse. Acaso únicamente la culebra sentenció: «Ahí va un cristiano desprevenido que no 64 quiere ver la desgracia próxima y voy a anunciársela». Seguramente era esto lo cierto, ya que no la pudo encontrar. La fatalidad es incontrastable. 67 ¡Desgracia! ¡Desgracia! Rosendo Maqui volvía de las alturas, a donde fue con el objeto de buscar algunas yerbas que la curandera había 70 recetado a su vieja mujer. En realidad, subió también porque le gustaba probar la gozosa fuerza de sus músculos en la lucha con las escarpadas cumbres y luego, al dominarlas, llenarse los 73 ojos de horizontes. Amaba los amplios espacios y la magnífica grandeza de los Andes. Gozaba viendo el nevado Urpillau, canoso y sabio como un antiguo amauta; el arisco y violento 76 Huarca, guerrero en perenne lucha con la niebla y el viento; el aristado Huilloc, en el cual un indio dormía eternamente de cara al cielo; el agazapado Puma, justamente dispuesto como 79 un león americano en trance de dar el salto; el rechoncho Suni, de hábitos pacíficos y un poco a disgusto entre sus vecinos; el eglógico Mamay, que prefería prodigarse en faldas coloreadas 82 de múltiples sembríos y apenas hacía asomar una arista de piedra para atisbar las lejanías; éste y ése y aquél y esotro… El indio Rosendo los animaba de todas las formas e intenciones 85 imaginables y se dejaba estar mucho tiempo mirándolos. En el fondo de sí mismo, creía que los Andes conocían el emocionante secreto de la vida.
Ciro Alegría. El mundo es ancho y ajeno.
A partir del fragmento expuesto, la cumbre
Suni vivía en armonía con sus homólogas.
1. Rosendo Maqui y la comunidad 1 ¡Desgracia! Una culebra ágil y oscura cruzó el camino, dejando en el fino polvo removido por los viandantes la canaleta leve de 4 su huella. Pasó muy rápidamente, como una negra flecha disparada por la fatalidad, sin dar tiempo para que el indio Rosendo Maqui empleara su machete. Cuando la hoja de acero 7 fulguró en el aire, ya el largo y bruñido cuerpo de la serpiente ondulaba perdiéndose entre los arbustos de la vera. ¡Desgracia! 10 Rosendo guardó el machete en la vaina de cuero sujeta a un delgado cincho que negreaba sobre la coloreada faja de lana y se quedó, de pronto, sin saber qué hacer. Quiso 13 al fin proseguir su camino, pero los pies le pesaban. Se había asustado, pues. Entonces se fijó en que los arbustos formaban un matorral donde bien podía estar la culebra. Era necesario 16 terminar con la alimaña y su siniestra agorería. Es la forma de conjurar el presunto daño en los casos de la sierpe y el búho. Después de quitarse el poncho para maniobrar con más 19 desenvoltura en medio de las ramas, y las ojotas para no hacer bulla, dio un táctico rodeo y penetró blandamente, machete en mano, entre los arbustos. Si alguno de los comuneros lo 22 hubiera visto en esa hora, en mangas de camisa y husmeando con un aire de can inquieto, quizá habría dicho: «¿Qué hace ahí el anciano alcalde? No será que le falta el buen sentido». Los 25 arbustos eran úñicos de tallos retorcidos y hojas lustrosas, rodeando las cuales se arracimaban —había llegado el tiempo— unas moras lilas. A Rosendo Maqui le placían, pero 28 esa vez no intentó probarlas siquiera. Sus ojos de animal en acecho, brillantes de fiereza y deseo, recorrían todos los vericuetos alumbrando las secretas zonas en donde la hormiga 31 cercena y transporta su brizna, el moscardón ronronea su amor, germina la semilla que cayó en el fruto rendido de madurez o del vientre de un pájaro, y el gorgojo labra inacabablemente su 34 perfecto túnel. Nada había fuera de esa existencia escondida. De súbito, un gorrión echó a volar y Rosendo vio el nido, acomodado de un horcón, donde dos polluelos mostraban sus 37 picos triangulares y su desnudez friolenta. El reptil debía estar por allí, rondando en torno a esas inermes vidas. El gorrión fugitivo volvió con su pareja y ambos piaban saltando de rama 40 en rama, lo más cerca del nido que les permitía su miedo al hombre. Éste hurgó con renovado celo, pero, en definitiva, no pudo encontrar a la aviesa serpiente. Salió del matorral y 43 después de guardarse de nuevo el machete, se colocó las prendas momentáneamente abandonadas —los vivos colores del poncho solían, otras veces, ponerlo contento— y continuó 46 la marcha. ¡Desgracia! Tenía la boca seca, las sienes ardientes y se sentía 49 cansado. Esa búsqueda no era tarea de fatigar y considerándolo tuvo miedo. Su corazón era el pesado, acaso. Él presentía, sabía y estaba agobiado de angustia. Encontró a poco un 52 muriente arroyo que arrastraba una diáfana agüita silenciosa y, ahuecando la falda de su sombrero de junco, recogió la suficiente para hartarse a largos tragos. El frescor lo reanimó 55 y reanudó su viaje con alivianado paso. Bien mirado —se decía—, la culebra oteó desde un punto elevado de la ladera el nido de gorriones y entonces bajó con la intención de 58 comérselos. Dio la casualidad de que él pasara por el camino en el momento en que ella lo cruzaba. Nada más. O quizá, previendo el encuentro, la muy ladina dijo: «Aprovecharé para 61 asustar a ese cristiano». Pero es verdad también que la condición del hombre es esperanzarse. Acaso únicamente la culebra sentenció: «Ahí va un cristiano desprevenido que no 64 quiere ver la desgracia próxima y voy a anunciársela». Seguramente era esto lo cierto, ya que no la pudo encontrar. La fatalidad es incontrastable. 67 ¡Desgracia! ¡Desgracia! Rosendo Maqui volvía de las alturas, a donde fue con el objeto de buscar algunas yerbas que la curandera había 70 recetado a su vieja mujer. En realidad, subió también porque le gustaba probar la gozosa fuerza de sus músculos en la lucha con las escarpadas cumbres y luego, al dominarlas, llenarse los 73 ojos de horizontes. Amaba los amplios espacios y la magnífica grandeza de los Andes. Gozaba viendo el nevado Urpillau, canoso y sabio como un antiguo amauta; el arisco y violento 76 Huarca, guerrero en perenne lucha con la niebla y el viento; el aristado Huilloc, en el cual un indio dormía eternamente de cara al cielo; el agazapado Puma, justamente dispuesto como 79 un león americano en trance de dar el salto; el rechoncho Suni, de hábitos pacíficos y un poco a disgusto entre sus vecinos; el eglógico Mamay, que prefería prodigarse en faldas coloreadas 82 de múltiples sembríos y apenas hacía asomar una arista de piedra para atisbar las lejanías; éste y ése y aquél y esotro… El indio Rosendo los animaba de todas las formas e intenciones 85 imaginables y se dejaba estar mucho tiempo mirándolos. En el fondo de sí mismo, creía que los Andes conocían el emocionante secreto de la vida.
Ciro Alegría. El mundo es ancho y ajeno.
A partir del fragmento expuesto, la cumbre
Suni vivía en armonía con sus homólogas.