Questões de Concurso
Para professor pleno i
Foram encontradas 625 questões
Resolva questões gratuitamente!
Junte-se a mais de 4 milhões de concurseiros!
La bahía (fragmento)
Yo casi no tuve infancia metropolitana.
Vi la primera luz de mi tierra en una bahía argentina del Atlántico. A los pocos días me estaría meciendo, como un jugueteo torvo de quién sabe qué paternidad tutelar, el sordo y constante ruido de las dunas — cada segundo desplazadas —, el clima versátil del país, el viento animal. Mi padre era un cirujano de hospital; mi madre una mujer suave, sal de la tierra en su bondad tranquila. Los dos laboriosos y tan honestos de naturaleza que en ellos vi salvarse siempre algo del general naufragio humano.
Mi primer amigo fue el viento que venía del océano. Éste, imaginativamente, era, para mis sustos, lobo; para mi deleite, perro. En mitad de las noches de invierno, el viento entraba en las vigilias de mi madre y velaba junto a ella, rugiente, mientras mi padre operaba solitario en chalets y despoblados, trabajando en la carne triste. Su mano enérgica no recogía prebenda; si había qué cobrar, tomaba; si había que dar, daba; a los doce años comencé a saber lo que significaba aquel afluir de gente pobre a su consultorio; venían a mirarlo en silencio y a confiarse a él; a veces traían unas aves, otras no traían nada, sino ese confiar penoso, esa entrega llena de triste esperanza. En aquella casa donde se había dicho adiós al oro, las puertas estaban abiertas durante el día y los que no venían a buscar cura venían a buscar consejo.
El árido tiempo del sur apretaba en su garra la bahía. Durante jornadas y jornadas, sólo se escuchaba en la ciudad el ruido del fuerte viento y el rumor de las dunas al desplazar las arenas. Sólo un operoso trabajo podía distraer a los hombres de persistentes acrimonias en la fría ciudad atlántica. Era terriblemente difícil vivir en aquel clima rígido y sin consolación.
Ni una pradera en torno a la ciudad; ni colores, ni sol, durante días y días, sino la piedra gris, el viento gris, la arena gris; la atmósfera hosca, las tardes interminables, las noches repentinas y profundas. A veces una lluvia fina, luego otra vez el viento, la niebla, el polvo que castigaba furiosamente los ojos viniendo de los médanos. En el nocturno carruaje regresaba mi padre de ver sus enfermos. El calor de las estufas y la luz de las lámparas nos guardaban a la familia toda en su calor, mientras fuera soplaba la tormenta.
Mis padres y mi hermano leían; yo levantaba de pronto una cortina, pegaba mi nariz al vidrio, miraba la noche exterior. Todo me parecía poblado de monstruos imaginarios. Y cuando alguien reía en aquella casa, parecía responder desde afuera un eco cínico. ¡No era, no, la vida suave para este médico de provincia! Estábamos en pleno desierto. No se podía habitar allí sin sacrificio; toda cosa viva pertenecía, en aquellas latitudes, al páramo, al viento, a la arena.
Eduardo Mallea. Historia de una pasión argentina. Buenos Aires: Editorial Kapelusz, S.A., 1962, p. 141-2. (con adaptaciones).
La bahía (fragmento)
Yo casi no tuve infancia metropolitana.
Vi la primera luz de mi tierra en una bahía argentina del Atlántico. A los pocos días me estaría meciendo, como un jugueteo torvo de quién sabe qué paternidad tutelar, el sordo y constante ruido de las dunas — cada segundo desplazadas —, el clima versátil del país, el viento animal. Mi padre era un cirujano de hospital; mi madre una mujer suave, sal de la tierra en su bondad tranquila. Los dos laboriosos y tan honestos de naturaleza que en ellos vi salvarse siempre algo del general naufragio humano.
Mi primer amigo fue el viento que venía del océano. Éste, imaginativamente, era, para mis sustos, lobo; para mi deleite, perro. En mitad de las noches de invierno, el viento entraba en las vigilias de mi madre y velaba junto a ella, rugiente, mientras mi padre operaba solitario en chalets y despoblados, trabajando en la carne triste. Su mano enérgica no recogía prebenda; si había qué cobrar, tomaba; si había que dar, daba; a los doce años comencé a saber lo que significaba aquel afluir de gente pobre a su consultorio; venían a mirarlo en silencio y a confiarse a él; a veces traían unas aves, otras no traían nada, sino ese confiar penoso, esa entrega llena de triste esperanza. En aquella casa donde se había dicho adiós al oro, las puertas estaban abiertas durante el día y los que no venían a buscar cura venían a buscar consejo.
El árido tiempo del sur apretaba en su garra la bahía. Durante jornadas y jornadas, sólo se escuchaba en la ciudad el ruido del fuerte viento y el rumor de las dunas al desplazar las arenas. Sólo un operoso trabajo podía distraer a los hombres de persistentes acrimonias en la fría ciudad atlántica. Era terriblemente difícil vivir en aquel clima rígido y sin consolación.
Ni una pradera en torno a la ciudad; ni colores, ni sol, durante días y días, sino la piedra gris, el viento gris, la arena gris; la atmósfera hosca, las tardes interminables, las noches repentinas y profundas. A veces una lluvia fina, luego otra vez el viento, la niebla, el polvo que castigaba furiosamente los ojos viniendo de los médanos. En el nocturno carruaje regresaba mi padre de ver sus enfermos. El calor de las estufas y la luz de las lámparas nos guardaban a la familia toda en su calor, mientras fuera soplaba la tormenta.
Mis padres y mi hermano leían; yo levantaba de pronto una cortina, pegaba mi nariz al vidrio, miraba la noche exterior. Todo me parecía poblado de monstruos imaginarios. Y cuando alguien reía en aquella casa, parecía responder desde afuera un eco cínico. ¡No era, no, la vida suave para este médico de provincia! Estábamos en pleno desierto. No se podía habitar allí sin sacrificio; toda cosa viva pertenecía, en aquellas latitudes, al páramo, al viento, a la arena.
Eduardo Mallea. Historia de una pasión argentina. Buenos Aires: Editorial Kapelusz, S.A., 1962, p. 141-2. (con adaptaciones).
La bahía (fragmento)
Yo casi no tuve infancia metropolitana.
Vi la primera luz de mi tierra en una bahía argentina del Atlántico. A los pocos días me estaría meciendo, como un jugueteo torvo de quién sabe qué paternidad tutelar, el sordo y constante ruido de las dunas — cada segundo desplazadas —, el clima versátil del país, el viento animal. Mi padre era un cirujano de hospital; mi madre una mujer suave, sal de la tierra en su bondad tranquila. Los dos laboriosos y tan honestos de naturaleza que en ellos vi salvarse siempre algo del general naufragio humano.
Mi primer amigo fue el viento que venía del océano. Éste, imaginativamente, era, para mis sustos, lobo; para mi deleite, perro. En mitad de las noches de invierno, el viento entraba en las vigilias de mi madre y velaba junto a ella, rugiente, mientras mi padre operaba solitario en chalets y despoblados, trabajando en la carne triste. Su mano enérgica no recogía prebenda; si había qué cobrar, tomaba; si había que dar, daba; a los doce años comencé a saber lo que significaba aquel afluir de gente pobre a su consultorio; venían a mirarlo en silencio y a confiarse a él; a veces traían unas aves, otras no traían nada, sino ese confiar penoso, esa entrega llena de triste esperanza. En aquella casa donde se había dicho adiós al oro, las puertas estaban abiertas durante el día y los que no venían a buscar cura venían a buscar consejo.
El árido tiempo del sur apretaba en su garra la bahía. Durante jornadas y jornadas, sólo se escuchaba en la ciudad el ruido del fuerte viento y el rumor de las dunas al desplazar las arenas. Sólo un operoso trabajo podía distraer a los hombres de persistentes acrimonias en la fría ciudad atlántica. Era terriblemente difícil vivir en aquel clima rígido y sin consolación.
Ni una pradera en torno a la ciudad; ni colores, ni sol, durante días y días, sino la piedra gris, el viento gris, la arena gris; la atmósfera hosca, las tardes interminables, las noches repentinas y profundas. A veces una lluvia fina, luego otra vez el viento, la niebla, el polvo que castigaba furiosamente los ojos viniendo de los médanos. En el nocturno carruaje regresaba mi padre de ver sus enfermos. El calor de las estufas y la luz de las lámparas nos guardaban a la familia toda en su calor, mientras fuera soplaba la tormenta.
Mis padres y mi hermano leían; yo levantaba de pronto una cortina, pegaba mi nariz al vidrio, miraba la noche exterior. Todo me parecía poblado de monstruos imaginarios. Y cuando alguien reía en aquella casa, parecía responder desde afuera un eco cínico. ¡No era, no, la vida suave para este médico de provincia! Estábamos en pleno desierto. No se podía habitar allí sin sacrificio; toda cosa viva pertenecía, en aquellas latitudes, al páramo, al viento, a la arena.
Eduardo Mallea. Historia de una pasión argentina. Buenos Aires: Editorial Kapelusz, S.A., 1962, p. 141-2. (con adaptaciones).
La bahía (fragmento)
Yo casi no tuve infancia metropolitana.
Vi la primera luz de mi tierra en una bahía argentina del Atlántico. A los pocos días me estaría meciendo, como un jugueteo torvo de quién sabe qué paternidad tutelar, el sordo y constante ruido de las dunas — cada segundo desplazadas —, el clima versátil del país, el viento animal. Mi padre era un cirujano de hospital; mi madre una mujer suave, sal de la tierra en su bondad tranquila. Los dos laboriosos y tan honestos de naturaleza que en ellos vi salvarse siempre algo del general naufragio humano.
Mi primer amigo fue el viento que venía del océano. Éste, imaginativamente, era, para mis sustos, lobo; para mi deleite, perro. En mitad de las noches de invierno, el viento entraba en las vigilias de mi madre y velaba junto a ella, rugiente, mientras mi padre operaba solitario en chalets y despoblados, trabajando en la carne triste. Su mano enérgica no recogía prebenda; si había qué cobrar, tomaba; si había que dar, daba; a los doce años comencé a saber lo que significaba aquel afluir de gente pobre a su consultorio; venían a mirarlo en silencio y a confiarse a él; a veces traían unas aves, otras no traían nada, sino ese confiar penoso, esa entrega llena de triste esperanza. En aquella casa donde se había dicho adiós al oro, las puertas estaban abiertas durante el día y los que no venían a buscar cura venían a buscar consejo.
El árido tiempo del sur apretaba en su garra la bahía. Durante jornadas y jornadas, sólo se escuchaba en la ciudad el ruido del fuerte viento y el rumor de las dunas al desplazar las arenas. Sólo un operoso trabajo podía distraer a los hombres de persistentes acrimonias en la fría ciudad atlántica. Era terriblemente difícil vivir en aquel clima rígido y sin consolación.
Ni una pradera en torno a la ciudad; ni colores, ni sol, durante días y días, sino la piedra gris, el viento gris, la arena gris; la atmósfera hosca, las tardes interminables, las noches repentinas y profundas. A veces una lluvia fina, luego otra vez el viento, la niebla, el polvo que castigaba furiosamente los ojos viniendo de los médanos. En el nocturno carruaje regresaba mi padre de ver sus enfermos. El calor de las estufas y la luz de las lámparas nos guardaban a la familia toda en su calor, mientras fuera soplaba la tormenta.
Mis padres y mi hermano leían; yo levantaba de pronto una cortina, pegaba mi nariz al vidrio, miraba la noche exterior. Todo me parecía poblado de monstruos imaginarios. Y cuando alguien reía en aquella casa, parecía responder desde afuera un eco cínico. ¡No era, no, la vida suave para este médico de provincia! Estábamos en pleno desierto. No se podía habitar allí sin sacrificio; toda cosa viva pertenecía, en aquellas latitudes, al páramo, al viento, a la arena.
Eduardo Mallea. Historia de una pasión argentina. Buenos Aires: Editorial Kapelusz, S.A., 1962, p. 141-2. (con adaptaciones).
La bahía (fragmento)
Yo casi no tuve infancia metropolitana.
Vi la primera luz de mi tierra en una bahía argentina del Atlántico. A los pocos días me estaría meciendo, como un jugueteo torvo de quién sabe qué paternidad tutelar, el sordo y constante ruido de las dunas — cada segundo desplazadas —, el clima versátil del país, el viento animal. Mi padre era un cirujano de hospital; mi madre una mujer suave, sal de la tierra en su bondad tranquila. Los dos laboriosos y tan honestos de naturaleza que en ellos vi salvarse siempre algo del general naufragio humano.
Mi primer amigo fue el viento que venía del océano. Éste, imaginativamente, era, para mis sustos, lobo; para mi deleite, perro. En mitad de las noches de invierno, el viento entraba en las vigilias de mi madre y velaba junto a ella, rugiente, mientras mi padre operaba solitario en chalets y despoblados, trabajando en la carne triste. Su mano enérgica no recogía prebenda; si había qué cobrar, tomaba; si había que dar, daba; a los doce años comencé a saber lo que significaba aquel afluir de gente pobre a su consultorio; venían a mirarlo en silencio y a confiarse a él; a veces traían unas aves, otras no traían nada, sino ese confiar penoso, esa entrega llena de triste esperanza. En aquella casa donde se había dicho adiós al oro, las puertas estaban abiertas durante el día y los que no venían a buscar cura venían a buscar consejo.
El árido tiempo del sur apretaba en su garra la bahía. Durante jornadas y jornadas, sólo se escuchaba en la ciudad el ruido del fuerte viento y el rumor de las dunas al desplazar las arenas. Sólo un operoso trabajo podía distraer a los hombres de persistentes acrimonias en la fría ciudad atlántica. Era terriblemente difícil vivir en aquel clima rígido y sin consolación.
Ni una pradera en torno a la ciudad; ni colores, ni sol, durante días y días, sino la piedra gris, el viento gris, la arena gris; la atmósfera hosca, las tardes interminables, las noches repentinas y profundas. A veces una lluvia fina, luego otra vez el viento, la niebla, el polvo que castigaba furiosamente los ojos viniendo de los médanos. En el nocturno carruaje regresaba mi padre de ver sus enfermos. El calor de las estufas y la luz de las lámparas nos guardaban a la familia toda en su calor, mientras fuera soplaba la tormenta.
Mis padres y mi hermano leían; yo levantaba de pronto una cortina, pegaba mi nariz al vidrio, miraba la noche exterior. Todo me parecía poblado de monstruos imaginarios. Y cuando alguien reía en aquella casa, parecía responder desde afuera un eco cínico. ¡No era, no, la vida suave para este médico de provincia! Estábamos en pleno desierto. No se podía habitar allí sin sacrificio; toda cosa viva pertenecía, en aquellas latitudes, al páramo, al viento, a la arena.
Eduardo Mallea. Historia de una pasión argentina. Buenos Aires: Editorial Kapelusz, S.A., 1962, p. 141-2. (con adaptaciones).
Atención especial a las necesidades comunicativas de cada alumno. Cada alumno tiene necesidades comunicativas distintas, de modo que deberá aprender funciones y recursos lingüísticos distintos. Cada grupo requiere una programación específica para él. Por ejemplo, es muy diferente enseñar español a un grupo de extranjeros que trabajan en el país, que a un grupo de turistas. Los dos grupos exigen programaciones particulares. En este punto la diferencia entre este enfoque y el de gramática es sustancial. Mientras que en el primero se enseña siempre la misma gramática, sea cual sea el alumno, en el segundo se enseñan y se aprenden funciones diferentes según el destinatario.
Internet: ‹www.upf.edu› (con adaptaciones).
Señale la opción correcta según el texto de arriba.
Varios son los modelos lingüísticos originados de dialectos y registros. La lengua no es monolítica y homogénea, tiene modalidades dialectales y, además, niveles de formalidad y de especificidad variados. Un curso de lengua debe ofrecer modelos lingüísticos variados: un alumno debe poder entender varios dialectos de la misma lengua y, también, dentro del estándar que tiene que dominar productivamente, ha de poder utilizar palabras muy formales y otras más coloquiales. Así, en el terreno de la expresión escrita son muy importantes las variaciones sociolingüísticas debidas al grado de especialización del lenguaje: un alumno que aprende a escribir debe conocer el perfil del destinatario o las características psicosociológicas del receptor del mensaje. — Materiales ¿reales o realistas? Los textos que se utilizan para la clase deben ser reales o, como mínimo, verosímiles. De esta forma se garantiza que lo que se enseña en clase es lo que realmente se utiliza en la calle.
Internet: ‹www.upf.edu› (con adaptaciones).
Teniendo en cuenta el texto de arriba, señale la opción correcta.
Lo más importante de este enfoque es el énfasis en la comunicación o en el uso de la lengua, contraponiéndolo al enfoque gramatical, en el que lo importante es la estructura de la lengua y las reglas de gramática. Esta idea central subyace a todas las demás características, ofreciendo una visión descriptiva de la lengua, opuesta a la visión prescriptiva anterior. Se enseña la lengua tal como la usan los hablantes, con todas sus variaciones, imperfecciones e incorrecciones, y no como debería ser. No se enseña lo que es correcto y lo que es incorrecto, sino lo que realmente se dice en cada situación, sea esto normativo o no, aceptado por la Real Academia de la Lengua o no. Se sustituye el binomio correcto/incorrecto por el de adecuado/inadecuado. De esta forma se tiene en cuenta el contexto lingüístico en que se utiliza el idioma. Una determinada forma gramatical no es correcta o incorrecta per se, según los libros de gramática, sino que es adecuada o inadecuada para una determinada situación comunicativa (un destinatario, un propósito, un contexto, etc.). Por ejemplo, el uso no normativo del leísmo es inaceptable en una situación académica y formal, como en una conferencia o artículo, pero puede ser muy adecuado para un uso coloquial, como en una carta a un familiar.
Internet: ‹www.upf.edu› (con adaptaciones).
De acuerdo con el texto de arriba señale la opción correcta.
En el aula, se enseña la lengua desde este punto de vista. El objetivo de una clase o lección es aprender a realizar una función determinada en la lengua que se aprende. La metodología es muy práctica en un doble sentido: por una parte, el contenido de la clase son los mismos usos de la lengua, tal como se producen en la calle (y no la gramática abstracta que les subyace); por otra, el alumno está constantemente activo en el aula: escucha, lee, habla con los compañeros, practica, etc. Por ejemplo, los alumnos escuchan realizaciones de una función determinada, las comprenden, las repiten y empiezan a practicarlas, de manera que subconscientemente aprenden el léxico y la gramática que aparecen en ellas.
Internet: ‹www.upf.edu› (con adaptaciones).
Señale la opción correcta en relación al texto de arriba.