Questões de Concurso Comentadas para diplomata

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Q639421 Espanhol

Texto I

                                        Alcobaça

      Llegué desde Lisboa a la estación de Valado, ya de noche, y de Valado a Alcobaça me llevó un desvencijado cochecillo. Distraje el frío y la soledad imaginándome lo que sería aquel camino envuelto entonces en tinieblas: ¿por dónde vamos?

      Y fue en un hermoso amanecer de fines de noviembre, en verdadero veranillo de San Martín, cuando salí a ver el histórico monasterio de Alcobaça, cenobio de bernardos en un tiempo.

      Doraba el arrebol del alba las colinas, yendo yo derecho al monasterio, la fachada de cuya iglesia atraía mi anhelo. Esta fachada, severa, pero poco significativa, se abre a una gran plaza tendida a toda luz y todo aire. Al entrar en el templo, me envolvió una impresión de solemne soledad y desnudez. La nave, muy noble, flanqueada por sus dos filas de columnas desnudas y blancas; todo ello algo escueto y algo robusto. Allá, en el fondo, un retablo deplorable, con una gran bola azul estrellada y de la que irradian rayos dorados. Las naves laterales semejan desfiladeros. Y me encontraba solo, y rodeado de majestad, como bajo el manto de la Historia.

      Vagando fui a dar a la sala de los Reyes. Los de Portugal figuran en estatuas, a lo largo de sus paredes. En el centro, un papa y un obispo coronan a Alfonso Henriques, el fundador de la Monarquía, arrodillado entre ellos. Hay en la sala un gran calderón, que el inevitable guardián-cicerone, que acudió al oír resonar en la soledad pasos, me dijo haber sido tomado a los castellanos en Aljubarrota. Me asomé a su brocal; estaba vacío.

      De esta sala pasé al claustro de Don Dionís, hoy en restauración. Hermoso recinto, nobilísimo y melancólico. El agua de la fuente canta la soledad de la Historia entre las piedras mudas de recuerdos, y un pájaro cruza el pedazo de cielo limpio, de caída de otoño, cantando ¿quién sabe a qué? Las piedras se miran en la triste verdura del recinto.

      Y luego pasé a ver el otro claustro, más vivido, más casero, el llamado del Cardenal, donde hoy hay un cuartel de artillería. Todo el antiguo convento de monjes bernardos me lo enseñó un sencillo campesino con uniforme de soldado de artillería. El pobre mozo sólo veía allí el cuartel, sin saber nada de monjes. «Aquí hacemos el ejercicio, aquí es el picadero, aquí…», etc. En la puerta de lo que fue antaño biblioteca, decía aquello de los proverbios: viam sapientiae mostrabo, «te enseñaré el camino de la sabiduría». Y me la enseñó un recluta portugués, pero estaba vacía, y no era camino, sino sala. Quería luego enseñarme, ¡claro es!, las piezas, los cañones.

      Me volví a la iglesia, ahora con el guardián. Mostrome el altar en que se representa la muerte de San Bernardo, escena algo teatral, que parece de un gran nacimiento de cartón, de esos de Navidad, pero no sin su efecto. Un fraile pétreo llora eternamente, llevándose el blanco manto a los ojos, no sé si la muerte de su santo padre San Bernardo o la trágica historia de Inés de Castro. Porque enfrente de este altar cierra una pobrísima verja de madera la capilla en que descansan por fin los restos de la infortunada amante de Don Pedro I.

      Me llevó el guardián ante los túmulos de Don Pedro, de Inés y de sus hijos, y le pedí que se fuera dejándome solo. En mi vida olvidaré esta visita. En aquella severísima sala, entre la grave nobleza de la blanca piedra desnuda, a la luz apagada y difusa de una mañana de otoño, las brumas de la leyenda embozáronme el corazón. Una paz henchida de soledades parece acostarse en aquel eterno descansadero. Allí reposan para siempre los dos amantes, juguetes que fueron del hado trágico. Como aves agoreras veníanme a la memoria los alados versos de Camões al contemplar el túmulo de la

      mísera e mesquinha

      que depois de ser morta foi rainha.

      Porque el puro Amor

que os corações humanos tanto abriga.

                                                                                                                    Os Lusíadas, canto III, 118-119.


quiere, áspero y tirano, bañar sus aras en sangre humana.

      Descansan en dos pétreos túmulos Pedro el duro, el cruel, el justiciero, el loco tal vez, y la linda Inés, y descansan de tal modo que si se incorporaran daríanse las caras y podrían otra vez más beberse uno al otro el amor en los ojos. 

      Seis alados angelillos guardan y sostienen la yacente estatua de Inés, y otros seis, la de Don Pedro; a los pies de ella duerme uno de los tres perrillos que hubo allí en otro tiempo, y a los pies de él, un gran lebrel, símbolo de la fidelidad. La tumba de él sostiénenla leones; la de ella, leones también, pero con cabezas de monjes. En las tablas del sepulcro de Inés, la pasionaria, esclava del amor, escenas de la Pasión de Cristo, del que perdonaba a la que mucho pecó por haber amado mucho; en la tabla cabecera, la Crucifixión, y en la de los pies el Juicio Final, en cuyo cielo hay una mujer. Las tablas del sepulcro de Don Pedro nos enseñan el martirio de San Bartolomé. Él, Don Pedro, con cara plácida con cabello y barbas a la asiria, sostiene su dura espada sobre su pecho.

      Y pesa allí el aire de tragedia.

      Allí está lo que queda de aquel Don Pedro I de Portugal, un loco con intervalos lúcidos de justicia y economía, como de él dijo Herculano; aquel hombre, para quien fue una manía apasionada la justicia, y que hacía de verdugo por su mano. Él, el adúltero, odiaba con odio singular a los adúlteros. ¿Sería el remordimiento? Allí descansa de sus justicias, de sus nemródicas cacerías; allí descansa, sobre todo, de sus amores. Allí descansa el tirano plebeyo, a quien adoró su pueblo. 

Cuando volvía en barcos de Almada a Lisboa, la plebe lisbonense salía a recibirle con danzas y trebejos. Desembarcaba e iba al frente de la turba, danzando al son de trompetas, como un rey David. Tales locuras apasionábanle tanto como su cargo de juez. Ciertas noches, en el palacio, perseguíale el insomnio; levantábase, llamaba a los trompeteros, mandaba encender antorchas, y helo por las calles, danzando y atronando todo con los berridos de las trompetas. Las gentes, que dormían, salían con espanto a las ventanas a ver lo que era. Era el rey. ¡Muy bien, muy bien! ¡Qué placer verle tan alegre!

                                                                               Oliveira Martins. História de Portugal. libro II, capítulo III.


      ¿No recordáis la historia trágica de sus amores con Inés, que Camões, más que otro poeta, ha eternizado? Allá hacia 1340 fue la linda Inés de Castro, la gallega, a Portugal como dama de la infanta Constanza, la mujer de Pedro, el hijo de Alfonso VI. Y fue la «mujer fatal», que diría Camilo. El hado trágico les hizo enamorarse; aquel amor ch’a null amato amar perdona, como dijo el poeta de La Divina Comedia. Tuvieron frutos de los trágicos amores; intrigas de Corte y de plebe hicieron que el rey Alfonso mandara matar a su nuera, pues viudo de Constanza, Pedro casó luego en secreto con Inés, que fue apuñalada en Coimbra.

      As filhas do Mondego a morte escura

      longo tempo chorando memoraram,

      e, por memória eterna, em fonte pura

      as lágrimas choradas transformaram,

      o nome lhe puseram, que inda dura

      dos amores de Inês, que ali passaram.

      Vede que fresca fonte rega as flores,

      que lágrimas são a água e o nome Amores.

                                                                                                                             Os Lusíadas, canto III, 135


      Y cuando luego fue rey Pedro, cuenta la leyenda que mandó desenterrar a Inés y coronarla reina, y habiéndose apoderado de sus matadores, los torturó bárbaramente, viendo desde su palacio, mientras comía, en Santarém, cómo los quemaban. Y esto podéis leerlo en el viejo y encantador cronista Fernán Lopes, que nos lo cuenta todo homéricamente, con una tan animada sencillez, que es un encanto.

      Nos lo cuenta todo menos lo de la exhumación y coronamiento, que parece ser leyenda tardía, pero muy bella. Y en el fondo, de una altísima verdad trascendente.

      Esa pobre Inés, que reinó después de morir… Y ¡de morir por haber amado con amor de fruto, con amor de vida! ¡Qué reino y qué reina!... Reina, sí, reina en el mundo de las trágicas leyendas, consuelo de la tragedia de la vida; reina con Iseo, la de Tristán; reina con Francesca, la de Paolo; reina con Isabel, la de Diego.

                                                                             Miguel de Unamuno. Por tierras de Portugal y de España.

Según la narración,

al acercarse al monasterio en la aurora se puede percibir una blanca fachada.

Alternativas
Q639420 Espanhol

Texto I

                                        Alcobaça

      Llegué desde Lisboa a la estación de Valado, ya de noche, y de Valado a Alcobaça me llevó un desvencijado cochecillo. Distraje el frío y la soledad imaginándome lo que sería aquel camino envuelto entonces en tinieblas: ¿por dónde vamos?

      Y fue en un hermoso amanecer de fines de noviembre, en verdadero veranillo de San Martín, cuando salí a ver el histórico monasterio de Alcobaça, cenobio de bernardos en un tiempo.

      Doraba el arrebol del alba las colinas, yendo yo derecho al monasterio, la fachada de cuya iglesia atraía mi anhelo. Esta fachada, severa, pero poco significativa, se abre a una gran plaza tendida a toda luz y todo aire. Al entrar en el templo, me envolvió una impresión de solemne soledad y desnudez. La nave, muy noble, flanqueada por sus dos filas de columnas desnudas y blancas; todo ello algo escueto y algo robusto. Allá, en el fondo, un retablo deplorable, con una gran bola azul estrellada y de la que irradian rayos dorados. Las naves laterales semejan desfiladeros. Y me encontraba solo, y rodeado de majestad, como bajo el manto de la Historia.

      Vagando fui a dar a la sala de los Reyes. Los de Portugal figuran en estatuas, a lo largo de sus paredes. En el centro, un papa y un obispo coronan a Alfonso Henriques, el fundador de la Monarquía, arrodillado entre ellos. Hay en la sala un gran calderón, que el inevitable guardián-cicerone, que acudió al oír resonar en la soledad pasos, me dijo haber sido tomado a los castellanos en Aljubarrota. Me asomé a su brocal; estaba vacío.

      De esta sala pasé al claustro de Don Dionís, hoy en restauración. Hermoso recinto, nobilísimo y melancólico. El agua de la fuente canta la soledad de la Historia entre las piedras mudas de recuerdos, y un pájaro cruza el pedazo de cielo limpio, de caída de otoño, cantando ¿quién sabe a qué? Las piedras se miran en la triste verdura del recinto.

      Y luego pasé a ver el otro claustro, más vivido, más casero, el llamado del Cardenal, donde hoy hay un cuartel de artillería. Todo el antiguo convento de monjes bernardos me lo enseñó un sencillo campesino con uniforme de soldado de artillería. El pobre mozo sólo veía allí el cuartel, sin saber nada de monjes. «Aquí hacemos el ejercicio, aquí es el picadero, aquí…», etc. En la puerta de lo que fue antaño biblioteca, decía aquello de los proverbios: viam sapientiae mostrabo, «te enseñaré el camino de la sabiduría». Y me la enseñó un recluta portugués, pero estaba vacía, y no era camino, sino sala. Quería luego enseñarme, ¡claro es!, las piezas, los cañones.

      Me volví a la iglesia, ahora con el guardián. Mostrome el altar en que se representa la muerte de San Bernardo, escena algo teatral, que parece de un gran nacimiento de cartón, de esos de Navidad, pero no sin su efecto. Un fraile pétreo llora eternamente, llevándose el blanco manto a los ojos, no sé si la muerte de su santo padre San Bernardo o la trágica historia de Inés de Castro. Porque enfrente de este altar cierra una pobrísima verja de madera la capilla en que descansan por fin los restos de la infortunada amante de Don Pedro I.

      Me llevó el guardián ante los túmulos de Don Pedro, de Inés y de sus hijos, y le pedí que se fuera dejándome solo. En mi vida olvidaré esta visita. En aquella severísima sala, entre la grave nobleza de la blanca piedra desnuda, a la luz apagada y difusa de una mañana de otoño, las brumas de la leyenda embozáronme el corazón. Una paz henchida de soledades parece acostarse en aquel eterno descansadero. Allí reposan para siempre los dos amantes, juguetes que fueron del hado trágico. Como aves agoreras veníanme a la memoria los alados versos de Camões al contemplar el túmulo de la

      mísera e mesquinha

      que depois de ser morta foi rainha.

      Porque el puro Amor

que os corações humanos tanto abriga.

                                                                                                                    Os Lusíadas, canto III, 118-119.


quiere, áspero y tirano, bañar sus aras en sangre humana.

      Descansan en dos pétreos túmulos Pedro el duro, el cruel, el justiciero, el loco tal vez, y la linda Inés, y descansan de tal modo que si se incorporaran daríanse las caras y podrían otra vez más beberse uno al otro el amor en los ojos. 

      Seis alados angelillos guardan y sostienen la yacente estatua de Inés, y otros seis, la de Don Pedro; a los pies de ella duerme uno de los tres perrillos que hubo allí en otro tiempo, y a los pies de él, un gran lebrel, símbolo de la fidelidad. La tumba de él sostiénenla leones; la de ella, leones también, pero con cabezas de monjes. En las tablas del sepulcro de Inés, la pasionaria, esclava del amor, escenas de la Pasión de Cristo, del que perdonaba a la que mucho pecó por haber amado mucho; en la tabla cabecera, la Crucifixión, y en la de los pies el Juicio Final, en cuyo cielo hay una mujer. Las tablas del sepulcro de Don Pedro nos enseñan el martirio de San Bartolomé. Él, Don Pedro, con cara plácida con cabello y barbas a la asiria, sostiene su dura espada sobre su pecho.

      Y pesa allí el aire de tragedia.

      Allí está lo que queda de aquel Don Pedro I de Portugal, un loco con intervalos lúcidos de justicia y economía, como de él dijo Herculano; aquel hombre, para quien fue una manía apasionada la justicia, y que hacía de verdugo por su mano. Él, el adúltero, odiaba con odio singular a los adúlteros. ¿Sería el remordimiento? Allí descansa de sus justicias, de sus nemródicas cacerías; allí descansa, sobre todo, de sus amores. Allí descansa el tirano plebeyo, a quien adoró su pueblo. 

Cuando volvía en barcos de Almada a Lisboa, la plebe lisbonense salía a recibirle con danzas y trebejos. Desembarcaba e iba al frente de la turba, danzando al son de trompetas, como un rey David. Tales locuras apasionábanle tanto como su cargo de juez. Ciertas noches, en el palacio, perseguíale el insomnio; levantábase, llamaba a los trompeteros, mandaba encender antorchas, y helo por las calles, danzando y atronando todo con los berridos de las trompetas. Las gentes, que dormían, salían con espanto a las ventanas a ver lo que era. Era el rey. ¡Muy bien, muy bien! ¡Qué placer verle tan alegre!

                                                                               Oliveira Martins. História de Portugal. libro II, capítulo III.


      ¿No recordáis la historia trágica de sus amores con Inés, que Camões, más que otro poeta, ha eternizado? Allá hacia 1340 fue la linda Inés de Castro, la gallega, a Portugal como dama de la infanta Constanza, la mujer de Pedro, el hijo de Alfonso VI. Y fue la «mujer fatal», que diría Camilo. El hado trágico les hizo enamorarse; aquel amor ch’a null amato amar perdona, como dijo el poeta de La Divina Comedia. Tuvieron frutos de los trágicos amores; intrigas de Corte y de plebe hicieron que el rey Alfonso mandara matar a su nuera, pues viudo de Constanza, Pedro casó luego en secreto con Inés, que fue apuñalada en Coimbra.

      As filhas do Mondego a morte escura

      longo tempo chorando memoraram,

      e, por memória eterna, em fonte pura

      as lágrimas choradas transformaram,

      o nome lhe puseram, que inda dura

      dos amores de Inês, que ali passaram.

      Vede que fresca fonte rega as flores,

      que lágrimas são a água e o nome Amores.

                                                                                                                             Os Lusíadas, canto III, 135


      Y cuando luego fue rey Pedro, cuenta la leyenda que mandó desenterrar a Inés y coronarla reina, y habiéndose apoderado de sus matadores, los torturó bárbaramente, viendo desde su palacio, mientras comía, en Santarém, cómo los quemaban. Y esto podéis leerlo en el viejo y encantador cronista Fernán Lopes, que nos lo cuenta todo homéricamente, con una tan animada sencillez, que es un encanto.

      Nos lo cuenta todo menos lo de la exhumación y coronamiento, que parece ser leyenda tardía, pero muy bella. Y en el fondo, de una altísima verdad trascendente.

      Esa pobre Inés, que reinó después de morir… Y ¡de morir por haber amado con amor de fruto, con amor de vida! ¡Qué reino y qué reina!... Reina, sí, reina en el mundo de las trágicas leyendas, consuelo de la tragedia de la vida; reina con Iseo, la de Tristán; reina con Francesca, la de Paolo; reina con Isabel, la de Diego.

                                                                             Miguel de Unamuno. Por tierras de Portugal y de España.

Según la narración,

la plaza que está delante de la fachada sirve de cobijo para el visitante.

Alternativas
Q639419 Espanhol

Texto I

                                        Alcobaça

      Llegué desde Lisboa a la estación de Valado, ya de noche, y de Valado a Alcobaça me llevó un desvencijado cochecillo. Distraje el frío y la soledad imaginándome lo que sería aquel camino envuelto entonces en tinieblas: ¿por dónde vamos?

      Y fue en un hermoso amanecer de fines de noviembre, en verdadero veranillo de San Martín, cuando salí a ver el histórico monasterio de Alcobaça, cenobio de bernardos en un tiempo.

      Doraba el arrebol del alba las colinas, yendo yo derecho al monasterio, la fachada de cuya iglesia atraía mi anhelo. Esta fachada, severa, pero poco significativa, se abre a una gran plaza tendida a toda luz y todo aire. Al entrar en el templo, me envolvió una impresión de solemne soledad y desnudez. La nave, muy noble, flanqueada por sus dos filas de columnas desnudas y blancas; todo ello algo escueto y algo robusto. Allá, en el fondo, un retablo deplorable, con una gran bola azul estrellada y de la que irradian rayos dorados. Las naves laterales semejan desfiladeros. Y me encontraba solo, y rodeado de majestad, como bajo el manto de la Historia.

      Vagando fui a dar a la sala de los Reyes. Los de Portugal figuran en estatuas, a lo largo de sus paredes. En el centro, un papa y un obispo coronan a Alfonso Henriques, el fundador de la Monarquía, arrodillado entre ellos. Hay en la sala un gran calderón, que el inevitable guardián-cicerone, que acudió al oír resonar en la soledad pasos, me dijo haber sido tomado a los castellanos en Aljubarrota. Me asomé a su brocal; estaba vacío.

      De esta sala pasé al claustro de Don Dionís, hoy en restauración. Hermoso recinto, nobilísimo y melancólico. El agua de la fuente canta la soledad de la Historia entre las piedras mudas de recuerdos, y un pájaro cruza el pedazo de cielo limpio, de caída de otoño, cantando ¿quién sabe a qué? Las piedras se miran en la triste verdura del recinto.

      Y luego pasé a ver el otro claustro, más vivido, más casero, el llamado del Cardenal, donde hoy hay un cuartel de artillería. Todo el antiguo convento de monjes bernardos me lo enseñó un sencillo campesino con uniforme de soldado de artillería. El pobre mozo sólo veía allí el cuartel, sin saber nada de monjes. «Aquí hacemos el ejercicio, aquí es el picadero, aquí…», etc. En la puerta de lo que fue antaño biblioteca, decía aquello de los proverbios: viam sapientiae mostrabo, «te enseñaré el camino de la sabiduría». Y me la enseñó un recluta portugués, pero estaba vacía, y no era camino, sino sala. Quería luego enseñarme, ¡claro es!, las piezas, los cañones.

      Me volví a la iglesia, ahora con el guardián. Mostrome el altar en que se representa la muerte de San Bernardo, escena algo teatral, que parece de un gran nacimiento de cartón, de esos de Navidad, pero no sin su efecto. Un fraile pétreo llora eternamente, llevándose el blanco manto a los ojos, no sé si la muerte de su santo padre San Bernardo o la trágica historia de Inés de Castro. Porque enfrente de este altar cierra una pobrísima verja de madera la capilla en que descansan por fin los restos de la infortunada amante de Don Pedro I.

      Me llevó el guardián ante los túmulos de Don Pedro, de Inés y de sus hijos, y le pedí que se fuera dejándome solo. En mi vida olvidaré esta visita. En aquella severísima sala, entre la grave nobleza de la blanca piedra desnuda, a la luz apagada y difusa de una mañana de otoño, las brumas de la leyenda embozáronme el corazón. Una paz henchida de soledades parece acostarse en aquel eterno descansadero. Allí reposan para siempre los dos amantes, juguetes que fueron del hado trágico. Como aves agoreras veníanme a la memoria los alados versos de Camões al contemplar el túmulo de la

      mísera e mesquinha

      que depois de ser morta foi rainha.

      Porque el puro Amor

que os corações humanos tanto abriga.

                                                                                                                    Os Lusíadas, canto III, 118-119.


quiere, áspero y tirano, bañar sus aras en sangre humana.

      Descansan en dos pétreos túmulos Pedro el duro, el cruel, el justiciero, el loco tal vez, y la linda Inés, y descansan de tal modo que si se incorporaran daríanse las caras y podrían otra vez más beberse uno al otro el amor en los ojos. 

      Seis alados angelillos guardan y sostienen la yacente estatua de Inés, y otros seis, la de Don Pedro; a los pies de ella duerme uno de los tres perrillos que hubo allí en otro tiempo, y a los pies de él, un gran lebrel, símbolo de la fidelidad. La tumba de él sostiénenla leones; la de ella, leones también, pero con cabezas de monjes. En las tablas del sepulcro de Inés, la pasionaria, esclava del amor, escenas de la Pasión de Cristo, del que perdonaba a la que mucho pecó por haber amado mucho; en la tabla cabecera, la Crucifixión, y en la de los pies el Juicio Final, en cuyo cielo hay una mujer. Las tablas del sepulcro de Don Pedro nos enseñan el martirio de San Bartolomé. Él, Don Pedro, con cara plácida con cabello y barbas a la asiria, sostiene su dura espada sobre su pecho.

      Y pesa allí el aire de tragedia.

      Allí está lo que queda de aquel Don Pedro I de Portugal, un loco con intervalos lúcidos de justicia y economía, como de él dijo Herculano; aquel hombre, para quien fue una manía apasionada la justicia, y que hacía de verdugo por su mano. Él, el adúltero, odiaba con odio singular a los adúlteros. ¿Sería el remordimiento? Allí descansa de sus justicias, de sus nemródicas cacerías; allí descansa, sobre todo, de sus amores. Allí descansa el tirano plebeyo, a quien adoró su pueblo. 

Cuando volvía en barcos de Almada a Lisboa, la plebe lisbonense salía a recibirle con danzas y trebejos. Desembarcaba e iba al frente de la turba, danzando al son de trompetas, como un rey David. Tales locuras apasionábanle tanto como su cargo de juez. Ciertas noches, en el palacio, perseguíale el insomnio; levantábase, llamaba a los trompeteros, mandaba encender antorchas, y helo por las calles, danzando y atronando todo con los berridos de las trompetas. Las gentes, que dormían, salían con espanto a las ventanas a ver lo que era. Era el rey. ¡Muy bien, muy bien! ¡Qué placer verle tan alegre!

                                                                               Oliveira Martins. História de Portugal. libro II, capítulo III.


      ¿No recordáis la historia trágica de sus amores con Inés, que Camões, más que otro poeta, ha eternizado? Allá hacia 1340 fue la linda Inés de Castro, la gallega, a Portugal como dama de la infanta Constanza, la mujer de Pedro, el hijo de Alfonso VI. Y fue la «mujer fatal», que diría Camilo. El hado trágico les hizo enamorarse; aquel amor ch’a null amato amar perdona, como dijo el poeta de La Divina Comedia. Tuvieron frutos de los trágicos amores; intrigas de Corte y de plebe hicieron que el rey Alfonso mandara matar a su nuera, pues viudo de Constanza, Pedro casó luego en secreto con Inés, que fue apuñalada en Coimbra.

      As filhas do Mondego a morte escura

      longo tempo chorando memoraram,

      e, por memória eterna, em fonte pura

      as lágrimas choradas transformaram,

      o nome lhe puseram, que inda dura

      dos amores de Inês, que ali passaram.

      Vede que fresca fonte rega as flores,

      que lágrimas são a água e o nome Amores.

                                                                                                                             Os Lusíadas, canto III, 135


      Y cuando luego fue rey Pedro, cuenta la leyenda que mandó desenterrar a Inés y coronarla reina, y habiéndose apoderado de sus matadores, los torturó bárbaramente, viendo desde su palacio, mientras comía, en Santarém, cómo los quemaban. Y esto podéis leerlo en el viejo y encantador cronista Fernán Lopes, que nos lo cuenta todo homéricamente, con una tan animada sencillez, que es un encanto.

      Nos lo cuenta todo menos lo de la exhumación y coronamiento, que parece ser leyenda tardía, pero muy bella. Y en el fondo, de una altísima verdad trascendente.

      Esa pobre Inés, que reinó después de morir… Y ¡de morir por haber amado con amor de fruto, con amor de vida! ¡Qué reino y qué reina!... Reina, sí, reina en el mundo de las trágicas leyendas, consuelo de la tragedia de la vida; reina con Iseo, la de Tristán; reina con Francesca, la de Paolo; reina con Isabel, la de Diego.

                                                                             Miguel de Unamuno. Por tierras de Portugal y de España.

Según la narración,

para el escritor la fachada del monasterio es imponente y rococó.

Alternativas
Q639418 Espanhol

Texto I

                                        Alcobaça

      Llegué desde Lisboa a la estación de Valado, ya de noche, y de Valado a Alcobaça me llevó un desvencijado cochecillo. Distraje el frío y la soledad imaginándome lo que sería aquel camino envuelto entonces en tinieblas: ¿por dónde vamos?

      Y fue en un hermoso amanecer de fines de noviembre, en verdadero veranillo de San Martín, cuando salí a ver el histórico monasterio de Alcobaça, cenobio de bernardos en un tiempo.

      Doraba el arrebol del alba las colinas, yendo yo derecho al monasterio, la fachada de cuya iglesia atraía mi anhelo. Esta fachada, severa, pero poco significativa, se abre a una gran plaza tendida a toda luz y todo aire. Al entrar en el templo, me envolvió una impresión de solemne soledad y desnudez. La nave, muy noble, flanqueada por sus dos filas de columnas desnudas y blancas; todo ello algo escueto y algo robusto. Allá, en el fondo, un retablo deplorable, con una gran bola azul estrellada y de la que irradian rayos dorados. Las naves laterales semejan desfiladeros. Y me encontraba solo, y rodeado de majestad, como bajo el manto de la Historia.

      Vagando fui a dar a la sala de los Reyes. Los de Portugal figuran en estatuas, a lo largo de sus paredes. En el centro, un papa y un obispo coronan a Alfonso Henriques, el fundador de la Monarquía, arrodillado entre ellos. Hay en la sala un gran calderón, que el inevitable guardián-cicerone, que acudió al oír resonar en la soledad pasos, me dijo haber sido tomado a los castellanos en Aljubarrota. Me asomé a su brocal; estaba vacío.

      De esta sala pasé al claustro de Don Dionís, hoy en restauración. Hermoso recinto, nobilísimo y melancólico. El agua de la fuente canta la soledad de la Historia entre las piedras mudas de recuerdos, y un pájaro cruza el pedazo de cielo limpio, de caída de otoño, cantando ¿quién sabe a qué? Las piedras se miran en la triste verdura del recinto.

      Y luego pasé a ver el otro claustro, más vivido, más casero, el llamado del Cardenal, donde hoy hay un cuartel de artillería. Todo el antiguo convento de monjes bernardos me lo enseñó un sencillo campesino con uniforme de soldado de artillería. El pobre mozo sólo veía allí el cuartel, sin saber nada de monjes. «Aquí hacemos el ejercicio, aquí es el picadero, aquí…», etc. En la puerta de lo que fue antaño biblioteca, decía aquello de los proverbios: viam sapientiae mostrabo, «te enseñaré el camino de la sabiduría». Y me la enseñó un recluta portugués, pero estaba vacía, y no era camino, sino sala. Quería luego enseñarme, ¡claro es!, las piezas, los cañones.

      Me volví a la iglesia, ahora con el guardián. Mostrome el altar en que se representa la muerte de San Bernardo, escena algo teatral, que parece de un gran nacimiento de cartón, de esos de Navidad, pero no sin su efecto. Un fraile pétreo llora eternamente, llevándose el blanco manto a los ojos, no sé si la muerte de su santo padre San Bernardo o la trágica historia de Inés de Castro. Porque enfrente de este altar cierra una pobrísima verja de madera la capilla en que descansan por fin los restos de la infortunada amante de Don Pedro I.

      Me llevó el guardián ante los túmulos de Don Pedro, de Inés y de sus hijos, y le pedí que se fuera dejándome solo. En mi vida olvidaré esta visita. En aquella severísima sala, entre la grave nobleza de la blanca piedra desnuda, a la luz apagada y difusa de una mañana de otoño, las brumas de la leyenda embozáronme el corazón. Una paz henchida de soledades parece acostarse en aquel eterno descansadero. Allí reposan para siempre los dos amantes, juguetes que fueron del hado trágico. Como aves agoreras veníanme a la memoria los alados versos de Camões al contemplar el túmulo de la

      mísera e mesquinha

      que depois de ser morta foi rainha.

      Porque el puro Amor

que os corações humanos tanto abriga.

                                                                                                                    Os Lusíadas, canto III, 118-119.


quiere, áspero y tirano, bañar sus aras en sangre humana.

      Descansan en dos pétreos túmulos Pedro el duro, el cruel, el justiciero, el loco tal vez, y la linda Inés, y descansan de tal modo que si se incorporaran daríanse las caras y podrían otra vez más beberse uno al otro el amor en los ojos. 

      Seis alados angelillos guardan y sostienen la yacente estatua de Inés, y otros seis, la de Don Pedro; a los pies de ella duerme uno de los tres perrillos que hubo allí en otro tiempo, y a los pies de él, un gran lebrel, símbolo de la fidelidad. La tumba de él sostiénenla leones; la de ella, leones también, pero con cabezas de monjes. En las tablas del sepulcro de Inés, la pasionaria, esclava del amor, escenas de la Pasión de Cristo, del que perdonaba a la que mucho pecó por haber amado mucho; en la tabla cabecera, la Crucifixión, y en la de los pies el Juicio Final, en cuyo cielo hay una mujer. Las tablas del sepulcro de Don Pedro nos enseñan el martirio de San Bartolomé. Él, Don Pedro, con cara plácida con cabello y barbas a la asiria, sostiene su dura espada sobre su pecho.

      Y pesa allí el aire de tragedia.

      Allí está lo que queda de aquel Don Pedro I de Portugal, un loco con intervalos lúcidos de justicia y economía, como de él dijo Herculano; aquel hombre, para quien fue una manía apasionada la justicia, y que hacía de verdugo por su mano. Él, el adúltero, odiaba con odio singular a los adúlteros. ¿Sería el remordimiento? Allí descansa de sus justicias, de sus nemródicas cacerías; allí descansa, sobre todo, de sus amores. Allí descansa el tirano plebeyo, a quien adoró su pueblo. 

Cuando volvía en barcos de Almada a Lisboa, la plebe lisbonense salía a recibirle con danzas y trebejos. Desembarcaba e iba al frente de la turba, danzando al son de trompetas, como un rey David. Tales locuras apasionábanle tanto como su cargo de juez. Ciertas noches, en el palacio, perseguíale el insomnio; levantábase, llamaba a los trompeteros, mandaba encender antorchas, y helo por las calles, danzando y atronando todo con los berridos de las trompetas. Las gentes, que dormían, salían con espanto a las ventanas a ver lo que era. Era el rey. ¡Muy bien, muy bien! ¡Qué placer verle tan alegre!

                                                                               Oliveira Martins. História de Portugal. libro II, capítulo III.


      ¿No recordáis la historia trágica de sus amores con Inés, que Camões, más que otro poeta, ha eternizado? Allá hacia 1340 fue la linda Inés de Castro, la gallega, a Portugal como dama de la infanta Constanza, la mujer de Pedro, el hijo de Alfonso VI. Y fue la «mujer fatal», que diría Camilo. El hado trágico les hizo enamorarse; aquel amor ch’a null amato amar perdona, como dijo el poeta de La Divina Comedia. Tuvieron frutos de los trágicos amores; intrigas de Corte y de plebe hicieron que el rey Alfonso mandara matar a su nuera, pues viudo de Constanza, Pedro casó luego en secreto con Inés, que fue apuñalada en Coimbra.

      As filhas do Mondego a morte escura

      longo tempo chorando memoraram,

      e, por memória eterna, em fonte pura

      as lágrimas choradas transformaram,

      o nome lhe puseram, que inda dura

      dos amores de Inês, que ali passaram.

      Vede que fresca fonte rega as flores,

      que lágrimas são a água e o nome Amores.

                                                                                                                             Os Lusíadas, canto III, 135


      Y cuando luego fue rey Pedro, cuenta la leyenda que mandó desenterrar a Inés y coronarla reina, y habiéndose apoderado de sus matadores, los torturó bárbaramente, viendo desde su palacio, mientras comía, en Santarém, cómo los quemaban. Y esto podéis leerlo en el viejo y encantador cronista Fernán Lopes, que nos lo cuenta todo homéricamente, con una tan animada sencillez, que es un encanto.

      Nos lo cuenta todo menos lo de la exhumación y coronamiento, que parece ser leyenda tardía, pero muy bella. Y en el fondo, de una altísima verdad trascendente.

      Esa pobre Inés, que reinó después de morir… Y ¡de morir por haber amado con amor de fruto, con amor de vida! ¡Qué reino y qué reina!... Reina, sí, reina en el mundo de las trágicas leyendas, consuelo de la tragedia de la vida; reina con Iseo, la de Tristán; reina con Francesca, la de Paolo; reina con Isabel, la de Diego.

                                                                             Miguel de Unamuno. Por tierras de Portugal y de España.

Según la narración,

el visitante llega al lugar descrito por acaso.

Alternativas
Q639417 Espanhol

Texto I

                                        Alcobaça

      Llegué desde Lisboa a la estación de Valado, ya de noche, y de Valado a Alcobaça me llevó un desvencijado cochecillo. Distraje el frío y la soledad imaginándome lo que sería aquel camino envuelto entonces en tinieblas: ¿por dónde vamos?

      Y fue en un hermoso amanecer de fines de noviembre, en verdadero veranillo de San Martín, cuando salí a ver el histórico monasterio de Alcobaça, cenobio de bernardos en un tiempo.

      Doraba el arrebol del alba las colinas, yendo yo derecho al monasterio, la fachada de cuya iglesia atraía mi anhelo. Esta fachada, severa, pero poco significativa, se abre a una gran plaza tendida a toda luz y todo aire. Al entrar en el templo, me envolvió una impresión de solemne soledad y desnudez. La nave, muy noble, flanqueada por sus dos filas de columnas desnudas y blancas; todo ello algo escueto y algo robusto. Allá, en el fondo, un retablo deplorable, con una gran bola azul estrellada y de la que irradian rayos dorados. Las naves laterales semejan desfiladeros. Y me encontraba solo, y rodeado de majestad, como bajo el manto de la Historia.

      Vagando fui a dar a la sala de los Reyes. Los de Portugal figuran en estatuas, a lo largo de sus paredes. En el centro, un papa y un obispo coronan a Alfonso Henriques, el fundador de la Monarquía, arrodillado entre ellos. Hay en la sala un gran calderón, que el inevitable guardián-cicerone, que acudió al oír resonar en la soledad pasos, me dijo haber sido tomado a los castellanos en Aljubarrota. Me asomé a su brocal; estaba vacío.

      De esta sala pasé al claustro de Don Dionís, hoy en restauración. Hermoso recinto, nobilísimo y melancólico. El agua de la fuente canta la soledad de la Historia entre las piedras mudas de recuerdos, y un pájaro cruza el pedazo de cielo limpio, de caída de otoño, cantando ¿quién sabe a qué? Las piedras se miran en la triste verdura del recinto.

      Y luego pasé a ver el otro claustro, más vivido, más casero, el llamado del Cardenal, donde hoy hay un cuartel de artillería. Todo el antiguo convento de monjes bernardos me lo enseñó un sencillo campesino con uniforme de soldado de artillería. El pobre mozo sólo veía allí el cuartel, sin saber nada de monjes. «Aquí hacemos el ejercicio, aquí es el picadero, aquí…», etc. En la puerta de lo que fue antaño biblioteca, decía aquello de los proverbios: viam sapientiae mostrabo, «te enseñaré el camino de la sabiduría». Y me la enseñó un recluta portugués, pero estaba vacía, y no era camino, sino sala. Quería luego enseñarme, ¡claro es!, las piezas, los cañones.

      Me volví a la iglesia, ahora con el guardián. Mostrome el altar en que se representa la muerte de San Bernardo, escena algo teatral, que parece de un gran nacimiento de cartón, de esos de Navidad, pero no sin su efecto. Un fraile pétreo llora eternamente, llevándose el blanco manto a los ojos, no sé si la muerte de su santo padre San Bernardo o la trágica historia de Inés de Castro. Porque enfrente de este altar cierra una pobrísima verja de madera la capilla en que descansan por fin los restos de la infortunada amante de Don Pedro I.

      Me llevó el guardián ante los túmulos de Don Pedro, de Inés y de sus hijos, y le pedí que se fuera dejándome solo. En mi vida olvidaré esta visita. En aquella severísima sala, entre la grave nobleza de la blanca piedra desnuda, a la luz apagada y difusa de una mañana de otoño, las brumas de la leyenda embozáronme el corazón. Una paz henchida de soledades parece acostarse en aquel eterno descansadero. Allí reposan para siempre los dos amantes, juguetes que fueron del hado trágico. Como aves agoreras veníanme a la memoria los alados versos de Camões al contemplar el túmulo de la

      mísera e mesquinha

      que depois de ser morta foi rainha.

      Porque el puro Amor

que os corações humanos tanto abriga.

                                                                                                                    Os Lusíadas, canto III, 118-119.


quiere, áspero y tirano, bañar sus aras en sangre humana.

      Descansan en dos pétreos túmulos Pedro el duro, el cruel, el justiciero, el loco tal vez, y la linda Inés, y descansan de tal modo que si se incorporaran daríanse las caras y podrían otra vez más beberse uno al otro el amor en los ojos. 

      Seis alados angelillos guardan y sostienen la yacente estatua de Inés, y otros seis, la de Don Pedro; a los pies de ella duerme uno de los tres perrillos que hubo allí en otro tiempo, y a los pies de él, un gran lebrel, símbolo de la fidelidad. La tumba de él sostiénenla leones; la de ella, leones también, pero con cabezas de monjes. En las tablas del sepulcro de Inés, la pasionaria, esclava del amor, escenas de la Pasión de Cristo, del que perdonaba a la que mucho pecó por haber amado mucho; en la tabla cabecera, la Crucifixión, y en la de los pies el Juicio Final, en cuyo cielo hay una mujer. Las tablas del sepulcro de Don Pedro nos enseñan el martirio de San Bartolomé. Él, Don Pedro, con cara plácida con cabello y barbas a la asiria, sostiene su dura espada sobre su pecho.

      Y pesa allí el aire de tragedia.

      Allí está lo que queda de aquel Don Pedro I de Portugal, un loco con intervalos lúcidos de justicia y economía, como de él dijo Herculano; aquel hombre, para quien fue una manía apasionada la justicia, y que hacía de verdugo por su mano. Él, el adúltero, odiaba con odio singular a los adúlteros. ¿Sería el remordimiento? Allí descansa de sus justicias, de sus nemródicas cacerías; allí descansa, sobre todo, de sus amores. Allí descansa el tirano plebeyo, a quien adoró su pueblo. 

Cuando volvía en barcos de Almada a Lisboa, la plebe lisbonense salía a recibirle con danzas y trebejos. Desembarcaba e iba al frente de la turba, danzando al son de trompetas, como un rey David. Tales locuras apasionábanle tanto como su cargo de juez. Ciertas noches, en el palacio, perseguíale el insomnio; levantábase, llamaba a los trompeteros, mandaba encender antorchas, y helo por las calles, danzando y atronando todo con los berridos de las trompetas. Las gentes, que dormían, salían con espanto a las ventanas a ver lo que era. Era el rey. ¡Muy bien, muy bien! ¡Qué placer verle tan alegre!

                                                                               Oliveira Martins. História de Portugal. libro II, capítulo III.


      ¿No recordáis la historia trágica de sus amores con Inés, que Camões, más que otro poeta, ha eternizado? Allá hacia 1340 fue la linda Inés de Castro, la gallega, a Portugal como dama de la infanta Constanza, la mujer de Pedro, el hijo de Alfonso VI. Y fue la «mujer fatal», que diría Camilo. El hado trágico les hizo enamorarse; aquel amor ch’a null amato amar perdona, como dijo el poeta de La Divina Comedia. Tuvieron frutos de los trágicos amores; intrigas de Corte y de plebe hicieron que el rey Alfonso mandara matar a su nuera, pues viudo de Constanza, Pedro casó luego en secreto con Inés, que fue apuñalada en Coimbra.

      As filhas do Mondego a morte escura

      longo tempo chorando memoraram,

      e, por memória eterna, em fonte pura

      as lágrimas choradas transformaram,

      o nome lhe puseram, que inda dura

      dos amores de Inês, que ali passaram.

      Vede que fresca fonte rega as flores,

      que lágrimas são a água e o nome Amores.

                                                                                                                             Os Lusíadas, canto III, 135


      Y cuando luego fue rey Pedro, cuenta la leyenda que mandó desenterrar a Inés y coronarla reina, y habiéndose apoderado de sus matadores, los torturó bárbaramente, viendo desde su palacio, mientras comía, en Santarém, cómo los quemaban. Y esto podéis leerlo en el viejo y encantador cronista Fernán Lopes, que nos lo cuenta todo homéricamente, con una tan animada sencillez, que es un encanto.

      Nos lo cuenta todo menos lo de la exhumación y coronamiento, que parece ser leyenda tardía, pero muy bella. Y en el fondo, de una altísima verdad trascendente.

      Esa pobre Inés, que reinó después de morir… Y ¡de morir por haber amado con amor de fruto, con amor de vida! ¡Qué reino y qué reina!... Reina, sí, reina en el mundo de las trágicas leyendas, consuelo de la tragedia de la vida; reina con Iseo, la de Tristán; reina con Francesca, la de Paolo; reina con Isabel, la de Diego.

                                                                             Miguel de Unamuno. Por tierras de Portugal y de España.

Según el escrito, el narrador

percibe los alrededores que le llevan hasta el monasterio.

Alternativas
Q639416 Espanhol

Texto I

                                        Alcobaça

      Llegué desde Lisboa a la estación de Valado, ya de noche, y de Valado a Alcobaça me llevó un desvencijado cochecillo. Distraje el frío y la soledad imaginándome lo que sería aquel camino envuelto entonces en tinieblas: ¿por dónde vamos?

      Y fue en un hermoso amanecer de fines de noviembre, en verdadero veranillo de San Martín, cuando salí a ver el histórico monasterio de Alcobaça, cenobio de bernardos en un tiempo.

      Doraba el arrebol del alba las colinas, yendo yo derecho al monasterio, la fachada de cuya iglesia atraía mi anhelo. Esta fachada, severa, pero poco significativa, se abre a una gran plaza tendida a toda luz y todo aire. Al entrar en el templo, me envolvió una impresión de solemne soledad y desnudez. La nave, muy noble, flanqueada por sus dos filas de columnas desnudas y blancas; todo ello algo escueto y algo robusto. Allá, en el fondo, un retablo deplorable, con una gran bola azul estrellada y de la que irradian rayos dorados. Las naves laterales semejan desfiladeros. Y me encontraba solo, y rodeado de majestad, como bajo el manto de la Historia.

      Vagando fui a dar a la sala de los Reyes. Los de Portugal figuran en estatuas, a lo largo de sus paredes. En el centro, un papa y un obispo coronan a Alfonso Henriques, el fundador de la Monarquía, arrodillado entre ellos. Hay en la sala un gran calderón, que el inevitable guardián-cicerone, que acudió al oír resonar en la soledad pasos, me dijo haber sido tomado a los castellanos en Aljubarrota. Me asomé a su brocal; estaba vacío.

      De esta sala pasé al claustro de Don Dionís, hoy en restauración. Hermoso recinto, nobilísimo y melancólico. El agua de la fuente canta la soledad de la Historia entre las piedras mudas de recuerdos, y un pájaro cruza el pedazo de cielo limpio, de caída de otoño, cantando ¿quién sabe a qué? Las piedras se miran en la triste verdura del recinto.

      Y luego pasé a ver el otro claustro, más vivido, más casero, el llamado del Cardenal, donde hoy hay un cuartel de artillería. Todo el antiguo convento de monjes bernardos me lo enseñó un sencillo campesino con uniforme de soldado de artillería. El pobre mozo sólo veía allí el cuartel, sin saber nada de monjes. «Aquí hacemos el ejercicio, aquí es el picadero, aquí…», etc. En la puerta de lo que fue antaño biblioteca, decía aquello de los proverbios: viam sapientiae mostrabo, «te enseñaré el camino de la sabiduría». Y me la enseñó un recluta portugués, pero estaba vacía, y no era camino, sino sala. Quería luego enseñarme, ¡claro es!, las piezas, los cañones.

      Me volví a la iglesia, ahora con el guardián. Mostrome el altar en que se representa la muerte de San Bernardo, escena algo teatral, que parece de un gran nacimiento de cartón, de esos de Navidad, pero no sin su efecto. Un fraile pétreo llora eternamente, llevándose el blanco manto a los ojos, no sé si la muerte de su santo padre San Bernardo o la trágica historia de Inés de Castro. Porque enfrente de este altar cierra una pobrísima verja de madera la capilla en que descansan por fin los restos de la infortunada amante de Don Pedro I.

      Me llevó el guardián ante los túmulos de Don Pedro, de Inés y de sus hijos, y le pedí que se fuera dejándome solo. En mi vida olvidaré esta visita. En aquella severísima sala, entre la grave nobleza de la blanca piedra desnuda, a la luz apagada y difusa de una mañana de otoño, las brumas de la leyenda embozáronme el corazón. Una paz henchida de soledades parece acostarse en aquel eterno descansadero. Allí reposan para siempre los dos amantes, juguetes que fueron del hado trágico. Como aves agoreras veníanme a la memoria los alados versos de Camões al contemplar el túmulo de la

      mísera e mesquinha

      que depois de ser morta foi rainha.

      Porque el puro Amor

que os corações humanos tanto abriga.

                                                                                                                    Os Lusíadas, canto III, 118-119.


quiere, áspero y tirano, bañar sus aras en sangre humana.

      Descansan en dos pétreos túmulos Pedro el duro, el cruel, el justiciero, el loco tal vez, y la linda Inés, y descansan de tal modo que si se incorporaran daríanse las caras y podrían otra vez más beberse uno al otro el amor en los ojos. 

      Seis alados angelillos guardan y sostienen la yacente estatua de Inés, y otros seis, la de Don Pedro; a los pies de ella duerme uno de los tres perrillos que hubo allí en otro tiempo, y a los pies de él, un gran lebrel, símbolo de la fidelidad. La tumba de él sostiénenla leones; la de ella, leones también, pero con cabezas de monjes. En las tablas del sepulcro de Inés, la pasionaria, esclava del amor, escenas de la Pasión de Cristo, del que perdonaba a la que mucho pecó por haber amado mucho; en la tabla cabecera, la Crucifixión, y en la de los pies el Juicio Final, en cuyo cielo hay una mujer. Las tablas del sepulcro de Don Pedro nos enseñan el martirio de San Bartolomé. Él, Don Pedro, con cara plácida con cabello y barbas a la asiria, sostiene su dura espada sobre su pecho.

      Y pesa allí el aire de tragedia.

      Allí está lo que queda de aquel Don Pedro I de Portugal, un loco con intervalos lúcidos de justicia y economía, como de él dijo Herculano; aquel hombre, para quien fue una manía apasionada la justicia, y que hacía de verdugo por su mano. Él, el adúltero, odiaba con odio singular a los adúlteros. ¿Sería el remordimiento? Allí descansa de sus justicias, de sus nemródicas cacerías; allí descansa, sobre todo, de sus amores. Allí descansa el tirano plebeyo, a quien adoró su pueblo. 

Cuando volvía en barcos de Almada a Lisboa, la plebe lisbonense salía a recibirle con danzas y trebejos. Desembarcaba e iba al frente de la turba, danzando al son de trompetas, como un rey David. Tales locuras apasionábanle tanto como su cargo de juez. Ciertas noches, en el palacio, perseguíale el insomnio; levantábase, llamaba a los trompeteros, mandaba encender antorchas, y helo por las calles, danzando y atronando todo con los berridos de las trompetas. Las gentes, que dormían, salían con espanto a las ventanas a ver lo que era. Era el rey. ¡Muy bien, muy bien! ¡Qué placer verle tan alegre!

                                                                               Oliveira Martins. História de Portugal. libro II, capítulo III.


      ¿No recordáis la historia trágica de sus amores con Inés, que Camões, más que otro poeta, ha eternizado? Allá hacia 1340 fue la linda Inés de Castro, la gallega, a Portugal como dama de la infanta Constanza, la mujer de Pedro, el hijo de Alfonso VI. Y fue la «mujer fatal», que diría Camilo. El hado trágico les hizo enamorarse; aquel amor ch’a null amato amar perdona, como dijo el poeta de La Divina Comedia. Tuvieron frutos de los trágicos amores; intrigas de Corte y de plebe hicieron que el rey Alfonso mandara matar a su nuera, pues viudo de Constanza, Pedro casó luego en secreto con Inés, que fue apuñalada en Coimbra.

      As filhas do Mondego a morte escura

      longo tempo chorando memoraram,

      e, por memória eterna, em fonte pura

      as lágrimas choradas transformaram,

      o nome lhe puseram, que inda dura

      dos amores de Inês, que ali passaram.

      Vede que fresca fonte rega as flores,

      que lágrimas são a água e o nome Amores.

                                                                                                                             Os Lusíadas, canto III, 135


      Y cuando luego fue rey Pedro, cuenta la leyenda que mandó desenterrar a Inés y coronarla reina, y habiéndose apoderado de sus matadores, los torturó bárbaramente, viendo desde su palacio, mientras comía, en Santarém, cómo los quemaban. Y esto podéis leerlo en el viejo y encantador cronista Fernán Lopes, que nos lo cuenta todo homéricamente, con una tan animada sencillez, que es un encanto.

      Nos lo cuenta todo menos lo de la exhumación y coronamiento, que parece ser leyenda tardía, pero muy bella. Y en el fondo, de una altísima verdad trascendente.

      Esa pobre Inés, que reinó después de morir… Y ¡de morir por haber amado con amor de fruto, con amor de vida! ¡Qué reino y qué reina!... Reina, sí, reina en el mundo de las trágicas leyendas, consuelo de la tragedia de la vida; reina con Iseo, la de Tristán; reina con Francesca, la de Paolo; reina con Isabel, la de Diego.

                                                                             Miguel de Unamuno. Por tierras de Portugal y de España.

Según el escrito, el narrador

se acerca al destino en un carro que está para el arrastre.

Alternativas
Q639415 Espanhol

Texto I

                                        Alcobaça

      Llegué desde Lisboa a la estación de Valado, ya de noche, y de Valado a Alcobaça me llevó un desvencijado cochecillo. Distraje el frío y la soledad imaginándome lo que sería aquel camino envuelto entonces en tinieblas: ¿por dónde vamos?

      Y fue en un hermoso amanecer de fines de noviembre, en verdadero veranillo de San Martín, cuando salí a ver el histórico monasterio de Alcobaça, cenobio de bernardos en un tiempo.

      Doraba el arrebol del alba las colinas, yendo yo derecho al monasterio, la fachada de cuya iglesia atraía mi anhelo. Esta fachada, severa, pero poco significativa, se abre a una gran plaza tendida a toda luz y todo aire. Al entrar en el templo, me envolvió una impresión de solemne soledad y desnudez. La nave, muy noble, flanqueada por sus dos filas de columnas desnudas y blancas; todo ello algo escueto y algo robusto. Allá, en el fondo, un retablo deplorable, con una gran bola azul estrellada y de la que irradian rayos dorados. Las naves laterales semejan desfiladeros. Y me encontraba solo, y rodeado de majestad, como bajo el manto de la Historia.

      Vagando fui a dar a la sala de los Reyes. Los de Portugal figuran en estatuas, a lo largo de sus paredes. En el centro, un papa y un obispo coronan a Alfonso Henriques, el fundador de la Monarquía, arrodillado entre ellos. Hay en la sala un gran calderón, que el inevitable guardián-cicerone, que acudió al oír resonar en la soledad pasos, me dijo haber sido tomado a los castellanos en Aljubarrota. Me asomé a su brocal; estaba vacío.

      De esta sala pasé al claustro de Don Dionís, hoy en restauración. Hermoso recinto, nobilísimo y melancólico. El agua de la fuente canta la soledad de la Historia entre las piedras mudas de recuerdos, y un pájaro cruza el pedazo de cielo limpio, de caída de otoño, cantando ¿quién sabe a qué? Las piedras se miran en la triste verdura del recinto.

      Y luego pasé a ver el otro claustro, más vivido, más casero, el llamado del Cardenal, donde hoy hay un cuartel de artillería. Todo el antiguo convento de monjes bernardos me lo enseñó un sencillo campesino con uniforme de soldado de artillería. El pobre mozo sólo veía allí el cuartel, sin saber nada de monjes. «Aquí hacemos el ejercicio, aquí es el picadero, aquí…», etc. En la puerta de lo que fue antaño biblioteca, decía aquello de los proverbios: viam sapientiae mostrabo, «te enseñaré el camino de la sabiduría». Y me la enseñó un recluta portugués, pero estaba vacía, y no era camino, sino sala. Quería luego enseñarme, ¡claro es!, las piezas, los cañones.

      Me volví a la iglesia, ahora con el guardián. Mostrome el altar en que se representa la muerte de San Bernardo, escena algo teatral, que parece de un gran nacimiento de cartón, de esos de Navidad, pero no sin su efecto. Un fraile pétreo llora eternamente, llevándose el blanco manto a los ojos, no sé si la muerte de su santo padre San Bernardo o la trágica historia de Inés de Castro. Porque enfrente de este altar cierra una pobrísima verja de madera la capilla en que descansan por fin los restos de la infortunada amante de Don Pedro I.

      Me llevó el guardián ante los túmulos de Don Pedro, de Inés y de sus hijos, y le pedí que se fuera dejándome solo. En mi vida olvidaré esta visita. En aquella severísima sala, entre la grave nobleza de la blanca piedra desnuda, a la luz apagada y difusa de una mañana de otoño, las brumas de la leyenda embozáronme el corazón. Una paz henchida de soledades parece acostarse en aquel eterno descansadero. Allí reposan para siempre los dos amantes, juguetes que fueron del hado trágico. Como aves agoreras veníanme a la memoria los alados versos de Camões al contemplar el túmulo de la

      mísera e mesquinha

      que depois de ser morta foi rainha.

      Porque el puro Amor

que os corações humanos tanto abriga.

                                                                                                                    Os Lusíadas, canto III, 118-119.


quiere, áspero y tirano, bañar sus aras en sangre humana.

      Descansan en dos pétreos túmulos Pedro el duro, el cruel, el justiciero, el loco tal vez, y la linda Inés, y descansan de tal modo que si se incorporaran daríanse las caras y podrían otra vez más beberse uno al otro el amor en los ojos. 

      Seis alados angelillos guardan y sostienen la yacente estatua de Inés, y otros seis, la de Don Pedro; a los pies de ella duerme uno de los tres perrillos que hubo allí en otro tiempo, y a los pies de él, un gran lebrel, símbolo de la fidelidad. La tumba de él sostiénenla leones; la de ella, leones también, pero con cabezas de monjes. En las tablas del sepulcro de Inés, la pasionaria, esclava del amor, escenas de la Pasión de Cristo, del que perdonaba a la que mucho pecó por haber amado mucho; en la tabla cabecera, la Crucifixión, y en la de los pies el Juicio Final, en cuyo cielo hay una mujer. Las tablas del sepulcro de Don Pedro nos enseñan el martirio de San Bartolomé. Él, Don Pedro, con cara plácida con cabello y barbas a la asiria, sostiene su dura espada sobre su pecho.

      Y pesa allí el aire de tragedia.

      Allí está lo que queda de aquel Don Pedro I de Portugal, un loco con intervalos lúcidos de justicia y economía, como de él dijo Herculano; aquel hombre, para quien fue una manía apasionada la justicia, y que hacía de verdugo por su mano. Él, el adúltero, odiaba con odio singular a los adúlteros. ¿Sería el remordimiento? Allí descansa de sus justicias, de sus nemródicas cacerías; allí descansa, sobre todo, de sus amores. Allí descansa el tirano plebeyo, a quien adoró su pueblo. 

Cuando volvía en barcos de Almada a Lisboa, la plebe lisbonense salía a recibirle con danzas y trebejos. Desembarcaba e iba al frente de la turba, danzando al son de trompetas, como un rey David. Tales locuras apasionábanle tanto como su cargo de juez. Ciertas noches, en el palacio, perseguíale el insomnio; levantábase, llamaba a los trompeteros, mandaba encender antorchas, y helo por las calles, danzando y atronando todo con los berridos de las trompetas. Las gentes, que dormían, salían con espanto a las ventanas a ver lo que era. Era el rey. ¡Muy bien, muy bien! ¡Qué placer verle tan alegre!

                                                                               Oliveira Martins. História de Portugal. libro II, capítulo III.


      ¿No recordáis la historia trágica de sus amores con Inés, que Camões, más que otro poeta, ha eternizado? Allá hacia 1340 fue la linda Inés de Castro, la gallega, a Portugal como dama de la infanta Constanza, la mujer de Pedro, el hijo de Alfonso VI. Y fue la «mujer fatal», que diría Camilo. El hado trágico les hizo enamorarse; aquel amor ch’a null amato amar perdona, como dijo el poeta de La Divina Comedia. Tuvieron frutos de los trágicos amores; intrigas de Corte y de plebe hicieron que el rey Alfonso mandara matar a su nuera, pues viudo de Constanza, Pedro casó luego en secreto con Inés, que fue apuñalada en Coimbra.

      As filhas do Mondego a morte escura

      longo tempo chorando memoraram,

      e, por memória eterna, em fonte pura

      as lágrimas choradas transformaram,

      o nome lhe puseram, que inda dura

      dos amores de Inês, que ali passaram.

      Vede que fresca fonte rega as flores,

      que lágrimas são a água e o nome Amores.

                                                                                                                             Os Lusíadas, canto III, 135


      Y cuando luego fue rey Pedro, cuenta la leyenda que mandó desenterrar a Inés y coronarla reina, y habiéndose apoderado de sus matadores, los torturó bárbaramente, viendo desde su palacio, mientras comía, en Santarém, cómo los quemaban. Y esto podéis leerlo en el viejo y encantador cronista Fernán Lopes, que nos lo cuenta todo homéricamente, con una tan animada sencillez, que es un encanto.

      Nos lo cuenta todo menos lo de la exhumación y coronamiento, que parece ser leyenda tardía, pero muy bella. Y en el fondo, de una altísima verdad trascendente.

      Esa pobre Inés, que reinó después de morir… Y ¡de morir por haber amado con amor de fruto, con amor de vida! ¡Qué reino y qué reina!... Reina, sí, reina en el mundo de las trágicas leyendas, consuelo de la tragedia de la vida; reina con Iseo, la de Tristán; reina con Francesca, la de Paolo; reina con Isabel, la de Diego.

                                                                             Miguel de Unamuno. Por tierras de Portugal y de España.

Según el escrito, el narrador

visita el cenobio en el estío.

Alternativas
Q639414 Espanhol

Texto I

                                        Alcobaça

      Llegué desde Lisboa a la estación de Valado, ya de noche, y de Valado a Alcobaça me llevó un desvencijado cochecillo. Distraje el frío y la soledad imaginándome lo que sería aquel camino envuelto entonces en tinieblas: ¿por dónde vamos?

      Y fue en un hermoso amanecer de fines de noviembre, en verdadero veranillo de San Martín, cuando salí a ver el histórico monasterio de Alcobaça, cenobio de bernardos en un tiempo.

      Doraba el arrebol del alba las colinas, yendo yo derecho al monasterio, la fachada de cuya iglesia atraía mi anhelo. Esta fachada, severa, pero poco significativa, se abre a una gran plaza tendida a toda luz y todo aire. Al entrar en el templo, me envolvió una impresión de solemne soledad y desnudez. La nave, muy noble, flanqueada por sus dos filas de columnas desnudas y blancas; todo ello algo escueto y algo robusto. Allá, en el fondo, un retablo deplorable, con una gran bola azul estrellada y de la que irradian rayos dorados. Las naves laterales semejan desfiladeros. Y me encontraba solo, y rodeado de majestad, como bajo el manto de la Historia.

      Vagando fui a dar a la sala de los Reyes. Los de Portugal figuran en estatuas, a lo largo de sus paredes. En el centro, un papa y un obispo coronan a Alfonso Henriques, el fundador de la Monarquía, arrodillado entre ellos. Hay en la sala un gran calderón, que el inevitable guardián-cicerone, que acudió al oír resonar en la soledad pasos, me dijo haber sido tomado a los castellanos en Aljubarrota. Me asomé a su brocal; estaba vacío.

      De esta sala pasé al claustro de Don Dionís, hoy en restauración. Hermoso recinto, nobilísimo y melancólico. El agua de la fuente canta la soledad de la Historia entre las piedras mudas de recuerdos, y un pájaro cruza el pedazo de cielo limpio, de caída de otoño, cantando ¿quién sabe a qué? Las piedras se miran en la triste verdura del recinto.

      Y luego pasé a ver el otro claustro, más vivido, más casero, el llamado del Cardenal, donde hoy hay un cuartel de artillería. Todo el antiguo convento de monjes bernardos me lo enseñó un sencillo campesino con uniforme de soldado de artillería. El pobre mozo sólo veía allí el cuartel, sin saber nada de monjes. «Aquí hacemos el ejercicio, aquí es el picadero, aquí…», etc. En la puerta de lo que fue antaño biblioteca, decía aquello de los proverbios: viam sapientiae mostrabo, «te enseñaré el camino de la sabiduría». Y me la enseñó un recluta portugués, pero estaba vacía, y no era camino, sino sala. Quería luego enseñarme, ¡claro es!, las piezas, los cañones.

      Me volví a la iglesia, ahora con el guardián. Mostrome el altar en que se representa la muerte de San Bernardo, escena algo teatral, que parece de un gran nacimiento de cartón, de esos de Navidad, pero no sin su efecto. Un fraile pétreo llora eternamente, llevándose el blanco manto a los ojos, no sé si la muerte de su santo padre San Bernardo o la trágica historia de Inés de Castro. Porque enfrente de este altar cierra una pobrísima verja de madera la capilla en que descansan por fin los restos de la infortunada amante de Don Pedro I.

      Me llevó el guardián ante los túmulos de Don Pedro, de Inés y de sus hijos, y le pedí que se fuera dejándome solo. En mi vida olvidaré esta visita. En aquella severísima sala, entre la grave nobleza de la blanca piedra desnuda, a la luz apagada y difusa de una mañana de otoño, las brumas de la leyenda embozáronme el corazón. Una paz henchida de soledades parece acostarse en aquel eterno descansadero. Allí reposan para siempre los dos amantes, juguetes que fueron del hado trágico. Como aves agoreras veníanme a la memoria los alados versos de Camões al contemplar el túmulo de la

      mísera e mesquinha

      que depois de ser morta foi rainha.

      Porque el puro Amor

que os corações humanos tanto abriga.

                                                                                                                    Os Lusíadas, canto III, 118-119.


quiere, áspero y tirano, bañar sus aras en sangre humana.

      Descansan en dos pétreos túmulos Pedro el duro, el cruel, el justiciero, el loco tal vez, y la linda Inés, y descansan de tal modo que si se incorporaran daríanse las caras y podrían otra vez más beberse uno al otro el amor en los ojos. 

      Seis alados angelillos guardan y sostienen la yacente estatua de Inés, y otros seis, la de Don Pedro; a los pies de ella duerme uno de los tres perrillos que hubo allí en otro tiempo, y a los pies de él, un gran lebrel, símbolo de la fidelidad. La tumba de él sostiénenla leones; la de ella, leones también, pero con cabezas de monjes. En las tablas del sepulcro de Inés, la pasionaria, esclava del amor, escenas de la Pasión de Cristo, del que perdonaba a la que mucho pecó por haber amado mucho; en la tabla cabecera, la Crucifixión, y en la de los pies el Juicio Final, en cuyo cielo hay una mujer. Las tablas del sepulcro de Don Pedro nos enseñan el martirio de San Bartolomé. Él, Don Pedro, con cara plácida con cabello y barbas a la asiria, sostiene su dura espada sobre su pecho.

      Y pesa allí el aire de tragedia.

      Allí está lo que queda de aquel Don Pedro I de Portugal, un loco con intervalos lúcidos de justicia y economía, como de él dijo Herculano; aquel hombre, para quien fue una manía apasionada la justicia, y que hacía de verdugo por su mano. Él, el adúltero, odiaba con odio singular a los adúlteros. ¿Sería el remordimiento? Allí descansa de sus justicias, de sus nemródicas cacerías; allí descansa, sobre todo, de sus amores. Allí descansa el tirano plebeyo, a quien adoró su pueblo. 

Cuando volvía en barcos de Almada a Lisboa, la plebe lisbonense salía a recibirle con danzas y trebejos. Desembarcaba e iba al frente de la turba, danzando al son de trompetas, como un rey David. Tales locuras apasionábanle tanto como su cargo de juez. Ciertas noches, en el palacio, perseguíale el insomnio; levantábase, llamaba a los trompeteros, mandaba encender antorchas, y helo por las calles, danzando y atronando todo con los berridos de las trompetas. Las gentes, que dormían, salían con espanto a las ventanas a ver lo que era. Era el rey. ¡Muy bien, muy bien! ¡Qué placer verle tan alegre!

                                                                               Oliveira Martins. História de Portugal. libro II, capítulo III.


      ¿No recordáis la historia trágica de sus amores con Inés, que Camões, más que otro poeta, ha eternizado? Allá hacia 1340 fue la linda Inés de Castro, la gallega, a Portugal como dama de la infanta Constanza, la mujer de Pedro, el hijo de Alfonso VI. Y fue la «mujer fatal», que diría Camilo. El hado trágico les hizo enamorarse; aquel amor ch’a null amato amar perdona, como dijo el poeta de La Divina Comedia. Tuvieron frutos de los trágicos amores; intrigas de Corte y de plebe hicieron que el rey Alfonso mandara matar a su nuera, pues viudo de Constanza, Pedro casó luego en secreto con Inés, que fue apuñalada en Coimbra.

      As filhas do Mondego a morte escura

      longo tempo chorando memoraram,

      e, por memória eterna, em fonte pura

      as lágrimas choradas transformaram,

      o nome lhe puseram, que inda dura

      dos amores de Inês, que ali passaram.

      Vede que fresca fonte rega as flores,

      que lágrimas são a água e o nome Amores.

                                                                                                                             Os Lusíadas, canto III, 135


      Y cuando luego fue rey Pedro, cuenta la leyenda que mandó desenterrar a Inés y coronarla reina, y habiéndose apoderado de sus matadores, los torturó bárbaramente, viendo desde su palacio, mientras comía, en Santarém, cómo los quemaban. Y esto podéis leerlo en el viejo y encantador cronista Fernán Lopes, que nos lo cuenta todo homéricamente, con una tan animada sencillez, que es un encanto.

      Nos lo cuenta todo menos lo de la exhumación y coronamiento, que parece ser leyenda tardía, pero muy bella. Y en el fondo, de una altísima verdad trascendente.

      Esa pobre Inés, que reinó después de morir… Y ¡de morir por haber amado con amor de fruto, con amor de vida! ¡Qué reino y qué reina!... Reina, sí, reina en el mundo de las trágicas leyendas, consuelo de la tragedia de la vida; reina con Iseo, la de Tristán; reina con Francesca, la de Paolo; reina con Isabel, la de Diego.

                                                                             Miguel de Unamuno. Por tierras de Portugal y de España.

Según el escrito, el narrador

en la última parte del recorrido, hasta el municipio, se siente a gusto con las condiciones climáticas.

Alternativas
Q544361 Economia
Acerca da economia brasileira na última década de 80, julgue (C ou E) o item subsequente.

Os problemas econômicos enfrentados no governo de João Figueiredo não estavam ligados à crise que vivia a economia internacional da época, como os decorrentes da Revolução Islâmica ocorrida no Irã em 1979, mesmo porque os países exportadores de matériasprimas e alimentos, como o Brasil, viviam um período de aumento de receitas; esses problemas estavam associados à incapacidade de absorção do capital excedente não absorvido pela economia norte-americana.
Alternativas
Q544360 Economia
Acerca da economia brasileira na última década de 80, julgue (C ou E) o item subsequente.

O debate econômico da primeira metade da década de 80 resgatou uma interpretação estruturalista da inflação brasileira, especialmente quanto ao aspecto inercial da inflação, o que levou à tendência de adoção de estratégias mais defensivas para se antecipar à perda futura do poder de compra, com ajuste de preços não somente pela inflação passada.
Alternativas
Q544359 Economia
Acerca da economia brasileira na última década de 80, julgue (C ou E) o item subsequente.

O Plano Cruzado foi um plano heterodoxo adotado no governo de José Sarney com vistas ao combate da inflação por meio do crescimento do mercado interno; o Plano Bresser, por sua vez, centrou-se na aproximação com o FMI e na efetivação de duas desvalorizações do cruzado para estimular as exportações e realinhar os preços relativos, enquanto que o Plano Arroz com Feijão, de Mailson da Nóbrega, foi um plano heterodoxo que reduziu os juros para permitir maior consumo pela população, uma vez que a inflação estava controlada quando de sua adoção.
Alternativas
Q544358 Economia
Acerca da economia brasileira na última década de 80, julgue (C ou E) o item subsequente.

A moratória do México, decretada em 1982, favoreceu a economia brasileira, uma vez que o sistema financeiro internacional direcionou para o Brasil as linhas antes destinadas àquele país, o que incluiu a obtenção de recursos do FMI, escalonados em quatro parcelas, duas desembolsadas imediatamente e outras duas liberadas após o governo brasileiro assumir compromissos com uma política econômica austera, de redução do déficit público, eliminação de subsídios e desvalorização do câmbio para incentivar exportações, o que impediu que acontecesse no Brasil o que havia ocorrido com o México.
Alternativas
Q542485 Economia

Julgue (C ou E) o item subsecutivo, referentes à economia brasileira a partir dos anos 90 do século passado.

Os efeitos da crise de 2008 observados no Brasil incluem a contração das exportações de maior valor agregado, decorrente de menor demanda externa, e a contração do crédito doméstico, tanto para o giro das empresas quanto para o consumo das famílias.

Alternativas
Q542484 Economia

Julgue (C ou E) o item subsecutivo, referentes à economia brasileira a partir dos anos 90 do século passado.

No primeiro governo de Luiz Inácio Lula da Silva, abandonou-se a manutenção da estabilidade monetária do governo de Fernando Henrique Cardoso, com a criação de um instrumento monetário que pode ser entendido como a fixação de uma meta de inflação para cada ano, o que, juntamente com uma adequada taxa de crescimento econômico, promoveu a inclusão social e a redução drástica da pobreza no Brasil.

Alternativas
Q542483 Economia

Julgue (C ou E) o item subsecutivo, referentes à economia brasileira a partir dos anos 90 do século passado.

A terceira fase de implantação do Plano Real ocorreu com a adoção da nova moeda, o real. Em julho de 1994, o cruzeiro real deixou de existir e a URV transformou-se no real. Como a URV refletia a taxa de câmbio de cruzeiros reais e dólar, a taxa de câmbio foi fixada em um real por um dólar, subentendendo-se a adoção da âncora cambial da fase anterior.

Alternativas
Q542482 Economia

Julgue (C ou E) o item subsecutivo, referentes à economia brasileira a partir dos anos 90 do século passado.

Conforme o diagnóstico do Plano Real apresentado à população, a origem da inflação brasileira estava no descontrole do gasto público, motivo pelo qual os gastos deveriam ser reduzidos. Apesar disso, o plano propiciou o aumento do Estado, particularmente para permitir a criação de agências reguladoras, garantir a competitividade e manter a oferta de bens a preços eficientes.

Alternativas
Q542481 Economia
A respeito da economia brasileira nos séculos XIX e XX, julgue (C ou E) o item subsequente.

Foi fator decisivo na recuperação da economia brasileira a partir de 1933, após grave crise, a opção do governo de Getúlio Vargas de adotar uma política de caráter ortodoxo, com a contração dos gastos públicos, a redução da emissão de moeda e o abandono da defesa do setor cafeeiro.


Alternativas
Q542480 Economia
A respeito da economia brasileira nos séculos XIX e XX, julgue (C ou E) o item subsequente.

A segunda metade do século XIX caracterizou-se pelo início da construção das estradas de ferro, pela imigração estrangeira e pela fundação das casas bancárias, eventos impulsionados pela necessidade de atender ao crescimento da economia cafeeira no Brasil.


Alternativas
Q542479 Economia

A respeito da economia brasileira nos séculos XIX e XX, julgue (C ou E) o item subsequente.

Nos anos 50 do século XX, o governo de Getúlio Vargas apresentou uma política industrializante que mostrou sua força com três programas: o Plano Nacional de Reaparelhamento Econômico (PNRE), o Plano Nacional de Eletrificação e o projeto de criação da PETROBRAS. O PNRE previa investimentos nos setores de energia e transporte, bem como incorporava projetos elaborados pela Comissão Mista Brasil–EUA.

Alternativas
Q542478 Economia

A respeito da economia brasileira nos séculos XIX e XX, julgue (C ou E) o item subsequente.

O Plano de Metas adotado no governo de Juscelino Kubitschek consistiu em um plano de trinta metas para responder às tensões que a economia estava vivendo, com o intuito de superar alguns estrangulamentos vividos nos setores de energia e transporte, bem como de desenvolver a indústria de base e de bens intermediários.

Alternativas
Respostas
1761: E
1762: E
1763: E
1764: E
1765: E
1766: C
1767: E
1768: E
1769: E
1770: C
1771: E
1772: E
1773: C
1774: E
1775: C
1776: E
1777: E
1778: C
1779: C
1780: C